Página para dar a conocer el sentir y el cómo de una etapa en que nos tocó nacer, crecer, sufrir, amar, solidarizarnos con una sociedad subdesarrollada del llamado tercer mundo, con sus vicios y virtudes, a través de cuentos,(propios y de otros), versos panfletarios, algunas fábulas y de unos útiles versos medicinales al servicio de quienes busquen alivio o curación a sus síntomas y enfermedades corporales coporales y mentales.
jueves, 24 de julio de 2014
sábado, 12 de julio de 2014
¡Stop, Alto, Alte al crimen racista y neofascista de Israel contra el Pueblo Palestino!
Cuando la invasión imperialista contra Yugoslavia, la ONU se apresuró a enviar los cascos azules, porque había que asegurar el botín obtenido en esa guerra de rapiña.Como otras veces, ahora le ha tocado la agresión israelí al pueblo palestino,pero ni la ONU en su conjunto, ni el Secretario General en particular, ni el Consejo del Seguridad , se atreven a ponerle fin a ese genocidio contra una población tan indefensa como la palestina, con medidas serias , valientes y responsables de carácter histórico, legal y permanente.
¿Qué espera el Consejo de Seguridad para enviar los Cascos Azules en defensa de la población palestina y aplicar, no con bla bla bla, sino de manera práctica,sus propias resoluciones?
jueves, 10 de julio de 2014
Canción de la ingenua adolescente
Y la madre,entristecida,
le respondió a la atrevida:
¨En mi tiempo no había SIDA,
ni cámara en celular:
con una foto o video,
cualquier canalla
te exhibe,
desnuda,mi tonta hija,
o haciéndole sexo oral
y ahí mismito,
por siempre,
tu imagen,
verás dañar.¨
7
Una novela que vale la alegría leer
UNA NOVELA QUE VALE LA ALEGRÍA LEER
,preparada por los revolucionarios Patricio Barros y Antonio Bravo.Empecemos por la biografía de su autor:
BIOGRAFIA
Vladímir Afanásievich Obruchev (1863-1956). Nació en Irkutsk situado al sur-este
de Siberia y al sur del lago Baikal en Rusia, fue un eminente Geólogo, académico, héroe
del trabajo socialista (el título honorífico más alto de la URSS). Escribió trabajos multivolúmenes
clásicos sobre geología de Siberia, y una historia de la investigación
geológica de Siberia, así como las novelas populares Plutonia (1924) de ciencia ficción,
La Tierra de Sánnikov (1926), Buscadores de Oro en el Desierto (1928), En el dédalo del
Asia Continental (1950) En el Corazón Central (1951). A Obruchev le fue concedido el
premio de Prizhevalsky, medalla de oro grande, a dos premios de Chikhachev (1898 y
1925) de la academia francesa de ciencias, y al premio Lenin (1950). Hay una placa
conmemorativa a Obruchev en el edificio del museo regional.
Escribió trabajos científicos sobre Geología y Geografía de Siberia, Asia Central, Asia
Continental y China.
Obruchev amaba desde niño todos los relatos fantásticos. "... Leía con arrobo (éxtasis,
embelesamiento) las aventuras ocurridas en países lejanos -escribe- y escuchaba con
enorme interés los pensamientos y los consejos de los hombres veteranos que habían
visto mucho mundo. Los libros de Cooper, de Maine Reid y más tarde los de Julio Verne
me causaban honda impresión. Mentalmente mis hermanos y yo atravesábamos los
hielos del ártico, ascendíamos a altas montañas, bajábamos a la profundidad de los
océanos, íbamos a la caza de elefantes, de leones y de tigres. Jugábamos a los viajes,
recortando. en papel siluetas de hombres y de animales, haciendo lanchas de cartón y
organizando la caza de fieras, la lucha entre blancos e indios, los naufragios. Me
gustaban mucho los cazadores, los marineros y los hombres de ciencia de Julio Verne, a
veces cómicos y distraídos, pero grandes conocedores de la naturaleza. Y también yo
quería llegar a ser hombre de ciencia, naturalista, explorador".
En 1886, terminados sus estudios en el Instituto de Minas, Obruchev comenzó a trabajar
en las obras del ferrocarril del Transcaspio, en Turkmenia: estudió el desierto de Kara-
Kumi, las orillas del río Amú-Dariá, los viejos cauces del Uzbói, atravesó los arenales y
las montañas de la frontera del Afganistán. Con los constructores del ferrocarril fué a
través de Bujará hasta Samarcanda, desde donde realizó todavía una excursión a la
cordillera de Alái. Terminadas las obras del ferrocarril, Obruchev trabajó de geólogo en
Siberia: en las orillas del lago Baikal, en el río Lena y en la zona aurífera del río Vitim.
En 1892-1894 estudió, con la expedición del famoso viajero Potanin, los desiertos y las
estepas de Mongolia, las montañas de Nan-Shan y de China del Norte. Más tarde
exploró la Transbaikalia y realizó varias expediciones a Djungaria y al Altái. Obruchev
consagró muchos años a la actividad pedagógica y educó varias generaciones de
ingenieros y geólogos.
Se le deben más de mil obras científicas, entre ellas importantísimos trabajos sobre la
geología de Siberia. y sobre la historia de la investigación geológica de dicha región,
galardonados con el Premio Lenin y con premios y medallas de distintas sociedades
científicas. En noviembre de 1954, Obruchev terminó una descripción geográfica del
sistema Montañoso de Nan-Shan, en China, según las observaciones suyas y de los
demás exploradores que han estudiado esas montañas, Dedicó todo su último tiempo a
hacer una descripción geológica de las cordilleras de Nan-Shan.
El académico Obruchev falleció el 19 de junio de 1956, a los noventa y tres años.
Después de la descripción del extraordinario viaje a Plutonia, mundo subterráneo con
ríos, lagos y volcanes, en el que viven animales fabulosos y crecen diferentes plantas e
incluso habitan hombres primitivos y que está alumbrado por su sol propio, por Plutón;
después de haber vivido con los viajeros toda clase de aventuras, los jóvenes lectores se
preguntan, naturalmente, extrañados si existe en efecto ese mundo con sus asombrosos
habitantes y si en medio de los vastos campas de hielo del Artico hay un orificio a través
del cual se puede penetrar en las cavidades subterráneas y estudiarlas a ellas y a los
habitantes que las pueblan.
Algunos lectores de esta novela me han preguntado con absoluta seriedad si no se
organiza actualmente nimguna nueva expedición a Plutonia y si no sería posible tomar
parte en tan interesante empresa para ver todo lo que ha sido descrito tan viva y
atractivamente. Me preguntan también por qué no se ha encontrado hasta ahora entre
los hielos polares el orificio por donde se pueda bajar a ese reino subterráneo.
Debo explicar que el viaje descrito por mí no se ha realizado nunca ni puede llevarse a
cabo, ya que en ninguna parte de la corteza terrestre hay ningún orificio que permita
penetrar dentro de la Tierra, en cuyo interior no hay ni puede haber ninguna cavidad
subterránea. Este viaje es una novela científica fantástica cuyo tema inventé para dar a
conocer a los lectores la naturaleza, los animales y las plantas de períodos geológicos
hace tiempo desaparecidos en las condiciones de su existencia de entonces. Sentí el
deseo de escribirla cuando, ya viajero experto, vi al releer el Viaje al centro de la Tierra,
de Julio Verne, que el viaje subterráneo estaba trazado en él de manera inverosímil y
que, además, desde el momento en que fué escrita esta novela se han obtenida muchos
nuevos datos acerca de los que habitaban antiguamente nuestra Tierra. Por ejemplo, en
los barrancos de las orillas del río Dvina Septentrional se han encontrado restos de
reptiles carnívoros y herbívoros de la edad pérmica. Detrás de los Urales se han hallado
huesos de un gran rinoceronte sin cuerno, al que se dió el nombre de indricoterio (de
Indrik, animal de los cuentos de hadas). En el norte de Siberia, en el suelo helado, se
han descubierto cadáveres de mamuts que en tiempos habitaron en gran número estas
frías regiones de bosquetundra. En las estepas de Mongolia descubrí yo en 1892 un
diente de un rinoceronte terciario, quedando así demostrado que los desiertos y las
estepas de Gobi no estuvieron cubiertos por el mar Jan-jai como calculaban los sabios
extranjeros, sino que eran tierra firme. Este hallazgo dió lugar a una gran expedición
norteamericana a Mongolia (1923), durante la cual fueron encontrados en diferentes
lugares huesos de reptiles y mamíferos anfibios cretáceos y terciarios que poblaban
antes el desierto de Gobi.
Sirvió de base a mi novela Plutonio una hipótesis debatida en la literatura científica
extranjera hace más de un siglo y que tenía numerosos defensores. Estos afirmaban que
el globo terrestre está hueco y que su interior, alumbrado por un pequeño astro, se halla
poblado. En el capítulo Charla científica queda expuesta en detalle esta hipótesis y la
defiende Trujánov, protagonista de la novela y organizador de la expedición a Plutonia.
Esta hipótesis ha sido hace ya tiempo refutada por la ciencia y, aunque no sabemos
todavía con exactitud cuál es el estado del núcleo terrestre, se puede asegurar que no
existe ningún astro interior ni ningún orificio que lleve al subsuelo. A pesar de ello, dicha
hipótesis me pareció adecuada para una novela científica fantástica.
Durante los últimos años, las expediciones soviéticas que han explorado las depresiones
de Gobi en Asia Central han descubierto en ellas cementerios enteros de reptiles y
mamíferos terrestres y lacustres. En general, estas depresiones conservan en sus
aluviones muchos restos de diferentes animales de la antigüedad que se pueden extraer
pana la ciencia y los museos, no en las cavidades subterráneas, sino en la superficie
terrestre, que es la que atrae a los jóvenes exploradores de la naturaleza.
Mi deseo sería que también esta edición de Plutonia incitase a los jóvenes lectores a
adentrarse más en la Geología y estudiar esta ciencia interesante que explica la
composición y la estructura de nuestro planeta y refiere qué plantas y qué animales lo
habitaron en los periodos pasados y sus transformaciones sucesivas hasta que entre los
animales destacó un ser pensante, el hombre, que llegó a ser el dueño de la Tierra.
V. Obruchev.





Capítulo V
EL ESTRECHO DE BERINGA los dos días de haber cargado el carbón, el Estrella Polar dobló el cabo Chukotski yentró en el estrecho de Bering ciñéndose más al continente de Asia, donde los montesde escasa altura descendían a pico sobre la orilla del mar o bajaban suavemente hacialas anchos valles que se adentraban en este triste país. Aunque finalizaba mayo, entodas partes se veían grandes campos de nieve y sólo las faldas abruptas de lasmontañas orientadas hacia el Sur y el Sudoeste se hallaban completamente libres denieve y verdeaban ya, cubiertas por la hierba nueva o por las hojas recientes de losmatorrales rastreros de sauce polar y de abedul.Sobre las aguas verdes del estrecho flotaba muchas veces una niebla que ocultaba lalejanía. El cielo era constantemente velado por unas bajas nubes plomizas que severtían sobre cubierta, tan pronto en yagua como en nieve. Por entre las nubesasomaba de cuando -en cuando el sol, que daba mucha luz pero poco calor. Y, a losrayos del sol, las adustas orillas del extremo Nordeste de Asia perdían su hosco carácter.Cuando la niebla se disipaba o era barrida por los ramalazos del viento, que coronaba deblanco las olas verdes, podía divisarse al Este, azulenca, la costa lisa de América. Loshielos flotantes iban haciéndose más frecuentes, aunque no en masas compactas, sinoen pequeños campos o incluso en témpanos cuyos bellos contornos caprichososadmiraban a los que no habían estado en los mares del Norte.La proximidad de un campo de hielo más considerable solía ir precedida por la apariciónde franjas de niebla, de manera que los capitanes de los barcos podían siempredesviarse hacia uno u otro lado para no chocar con los hielos. Sin embargo, el riesgo noera aquí tan grande como en la parte norte del Océano Atlántico, donde se puedenencontrar icebergs peligrosos para los barcos, porque estas montañas de hielo,arrastradas por la corriente hacia el Sur, van derritiéndose poco a poco de manera quela parte submarina se encuentra en equilibrio inestable y puede la montaña dar mediavuelta al menor choque.Las orillas parecían carentes de vida: ni una columnade humo, ni una silueta de hombre o de animal. Poreso se sorprendieron mucho nuestros viajerosreunidos en cubierta cuando, de una pequeña bahíaque apareció de pronto detrás de un caboescarpado, salió rápidamente una lancha tripuladapor un solo hombre que manejaba con energía losremos para atravesarse en el rumbo del EstrellaPolar . Pero cuando advirtió que el barco le ganabaterreno empezó a gritar agitando un pañueloEl capitán dió orden de aminorar la marcha e invitópor el altavoz al tripulante de la lancha a que seaproximara al barco. Cuando estuvo cerca se vió queera una piragua de las que se usan en Chukotka. Elcapitán, pensando que algún chukchi había hechodetenerse al barco para pedir ¡alcohol o tabaco, ibaa gritar "a toda marcha", cuando el remero, que seencontraba ya muy cerca, gritó:- ¡Por Dios, déjenme subir a bordo!Se detuvo la máquina y la piragua llegó hasta elbarco. Se soltó una escala. El desconocido trepórápidamente a bordo, quitóse el gorro de piel con orejeras y, dirigiéndose a losmiembros de la expedición, pronunció feliz:- Muchas gracias. ¡Ahora estoy salvado!Era un hombre alto, recio, de rostro atezado, ojos azules y clara barba hirsuta. El vientoagitaba sus cabellos cobrizos, que llevaba evidentemente mucho tiempo sin cortar. Ibavestido al estilo chukchi y en la mano izquierda sostenía un saco de cuero, pequeño peroal parecer muy pesado.Trujánov se aproximó a él y, tendiéndole la mano, pronunció:- Según las apariencias, ha sufrido usted un naufragio, verdad?Al oír hablar en ruso resplandeció el rostro del desconocido. Envolvió en una rápidamirada a todos los miembros de la expedición, dejó su saquito en cubierta y empezó aestrecharles la mano uno por uno, hablando precipitadamente en ruso:- Veo con alegría que son ustedes compatriotas míos. Porque yo soy ruso: YákovMakshéiev, de Ekaterinburgo. ¡Qué felicidad! He encontrado un barco y, además, ruso.Había descubierto un filón de oro en la orilla de Chukotka pero, como se me habíanterminado las provisiones, he tenido que abandonarlo a la fuerza. Este es el segundo díaque navego hacia el Sur con la esperanza de llegar a algún sitio habitado. Tenganustedes la bondad de darme algo de comer, porque hace dos días que sólo me alimentode moluscos.Trujánov, acompañado por los demás viajeros, condujo a Makshéiev ¡a la sala deoficiales, donde le sirvieron unos fiambres y té para que recobrase fuerzas hasta queestuviera listo el almuerzo. Comiendo a dos carrillo, Makshéiev refirió la historia de susaventuras:- Soy ingeniero de minas y, durante los últimos años, he trabajado.en los yacimientosauríferos de Siberia y del Extremo Oriente. Inquieto por naturaleza, me gusta viajar,conocer lugares nuevos. Por eso, cuando el año pasado oí decir que corrían rumores deque en Chukotka había oro, decidí salir para allá a descubrirlo. La verdad es que no meatraía tanto el oro como el deseo de visitar esta región, apartada y poco conocida.- Me puse en camino con dos indígenas, que se ofrecieron a acompañarme, ydesembarqué sin novedad en la orilla de Chukotka, donde pronto logré encontrar un ricoyacimiento aurífero y lavar mucho oro. Como nuestra reserva de provisiones eralimitada y yo tenía el propósito de quedarme allí todavía algún tiempo, envié a miscompañeros en busca de víveres al poblado chukchi más próximo, pero todavía no hanregresado aunque ha transcurrido ya más de un mes desde el momento de su partida.Al germinar Makshéiev su relato, Trujánov le explicó que el Estrella Polar no era unbarco mercante y que, como tenían que navegar a toda prisa hacia el Norte, no podíanllevarle a ningún puerto.- Lo único que podemos hacer es entregarle al primer barco con el que nos crucemos -concluyó.- Bueno, pues si su barco no es mercante, ¿a qué se dedica, hacia dónde se dirige?- Conduce una expedición polar rusa cuyos miembros ve usted aquí, y se dirige hacia elmar de Beaufort.- Entonces, está visto que habré de navegar con ustedes algún tiempo si no se lesocurre desembarcarme de Robinson en una isla deshabitada -rió Makshélev-. Pero ya leshe dicho que no atengo nada más que lo que llevo puesto: ni ropa interior, ni trajedecente... Nada más que el vil metal, que me permitirá no quedar en deuda conustedes.- De eso no tiene usted ni que hablar -le interrumpió Trujánov--. Hemos ayudado a uncompatriota a salir de un apuro, y nos alegramos mucho de ello. Llevamos ropasuficiente y, además, tiene usted aproximadamente la misma estatura y la mismacomplexión que yo.Se puso a disposición de Makshéiev un camarote vacío donde pudiese lavarse, cambiarde ropa y guardar su oro. Por la tarde se presentó en la sala de oficiales, yatransformado, y distrajo a los viajeros con el relato de sus aventuras. El nuevo pasajeroprodujo en todos una impresión muy favorable. Cuando se retiró a descansar, Trujánovpreguntó a los miembros de la expedición:-- ¿Y si e invitásemos a incorporarse a nuestro grupo? Se trata, al parecer, de unhombre enérgico, fuerte, experto, que tiene un carácter agradable y expansivo y que hade sernos útil en, cualquier ocasión y en cualquier circunstancia.- Y además muy correcto, a pesar de la dura vida que ha llevado en lugares perdidos ypoco habitados -observó Kashtánov.- Conoce la lengua esquimal, lo que podría servirnos en la tierra que buscamos, ya que,si está habitada, lo estará por esquimales -añadió Gromeko.- Quizá le proponga, efectivamente, con la aprobación de todos ustedes, tomar parte ennuestra expedición -acabó diciendo Trujánov-. O, mejor aún, esperaré unos días. Comode aquí no se puede marchar, iremos conociéndole mejor.A la mañana siguiente, el Estrella Polar se apartó de su curso, a petición de Makshéiev,para dirigirse hacia la gran bahía de San Lavrenti, en cuya orilla septentrional seencontraba el yacimiento de oro. Quería. recoger su modesto ajuar y, además, propusoa Trujánov desmontar y llevarse la pequeña casita que tenía allí y que podía servir a laexpedición para invernar en la tierra que buscaba. Dicha casita, con su despensa, estabahecha de pedazos cuidadosamente ensamblados, de manera que podía ser desmontadaen unas horas y cargada en el barco. El Estrella Polar atracó en la orilla y la tripulación ylos viajeros pusieron manos a la obra. Al mediodía, la casita estaba ya cargada encubierta y el barco reanudó su camino hacia el Norte.
Capítulo VII
LA TIERRA DE FRIDTJOF NANSEN
Al día siguiente, ya muy tarde, el horizonte septentrional quedó limpio de niebla y de
nubes en contra de lo habitual, y cuando el sol descendió hasta casi tocar su línea, pudo
verse sobre el fondo purpúreo del cielo una lejana sierra de dientes pequeños.
- ¡Eso tiene que ser tierra! -exclamó el capitán; que observaba la sierra con un catalejo-
. Los campos de hielo no tienen esta configuración y, además, sobre el fondo blanco se
ven numerosas manchas oscuras.
- ¡Y está más cerca de lo que pensábamos! Me parece que no nos separan más de
cincuenta o sesenta kilómetros -observó Makshéiev.
- O sea, que el continente polar existe y nuestra expedición no ha sido organizada en
vano -resumió satisfecho Trujánov.
Todos estaban agitados por la vista de la tierra y tardaron mucho en acostarse. La
ausencia de niebla permitió presenciar un espectáculo poco corriente: el sol de la media
noche, después de hacer rodar su globo de fuego sobre la cresta de la lejana sierra,
comenzó de nuevo al ascender.
El Estrella Polar avanzó toda la noche y toda la mañana abriéndose paso como antes por
entre los hielos más o menos compactos. Al mediodía, al ser tomada la latitud, se
comprobó que en un día el barco había vuelto a avanzar hacia el Norte casi medio
grado.
Al caer la tarde, el sol, que había brillado casi ininterrumpidamente desde por la
mañana, cosa muy poco frecuente en esas latitudes, se ocultó entre las nubes. Al poco
tiempo estaba nublado todo el cielo y se desencadenó una nevasca como las que se
producen en pleno invierno. La nieve menuda cegaba y lo ocultaba todo en su manto
blanquecino. En aquel mar, profusamente cubierto de hielos, el viento no podía producir
una gran agitación; sin embargo, los campos de hielo se habían puesto en movimiento,
entrechocaban, y los bancos, amontonados los unos sobre los otros, formaban en sus
bordes torós que alcanzaban cuatro y hasta seis metros de altura. El barco se
encontraba en situación peligrosa. Hubo que permanecer casi en el mismo sitio, aunque
con la máquina bajo presión, rechazando los hielos y unas veces avanzando un poco y
otras retrocediendo. Todos estaban alerta y únicamente gracias a la construcción
especial de su casco pudo soportar el barco la horrible presión de los hielos.
Finalmente, el Estrella Polar logró acogerse a una gran cavidad situada en la parte
oriental de un enorme campo de hiero y protegida de la presión directa, donde el barco
pasó tranquilo el resto de la noche.
Hacia el mediodía amainó la nevasca, asomó el sol y se pudo tornar la latitud. Todos
quedaron desagradablemente sorprendidos al comprobar que el viento había vuelto a
empujar el barco hacia el Sur con los hielos. Pero ese mismo viento había despedazado
y separado los campos de hielo, de manera que en los días siguientes, con un tiempo
nublado y quieto, el Estrella Polar se abrió camino bastante fácilmente y, desde luego,
progresó de manera sensible hacia el Norte.
La tierra debía hallarse cerca, a juzgar porque la sonda que hasta entonces había
marcado invariablemente en el mar de Beaufort una profundidad de quinientas a
setecientas brazas marinas, encontraba ahora el fondo a ochenta brazas.
Evidentemente, allí comenzaba ya la plataforma submarina del continente polar. Pero, a
consecuencia del tiempo gris, de las nubes bajas y de la llovizna, aquella tierra próxima
quedaba absolutamente oculta.
Por la tarde del mismo día, 2 de junio, la sonda marcó sólo veinte brazas de
profundidad. Delante Vanqueaban hieles compactos. El Marco avanzaba a pequeña
marcha para no tropezar con algún bajío, cosa muy posible cerca de la tierra. Durante la
noche tuvieron que permanecer inmóviles algunas horas porque la espesa niebla no
dejaba ver absolutamente nada alrededor.
Por la mañana sopló un viento oriental y, al quedar disipada la niebla, resultó que el
Estrella Polar se encontraba a poca distancia de un muro de hielo de unos veinte metros
de altura que se extendía al Este y el Oeste hasta el horizonte.
- Será probablemente una barrena de hielo continental que circunda la tierra polar
exactamente igual que ocurre en el Polo Sur -opinó Trujánov, dirigiéndose a los
miembros de la expedición congregados en cubierta.
Como el lugar era incómodo para desembarcar la expedición de trineos, el barco puso
rumbo al Este con la esperanza de encontrar una bahía o un accidente en la barrera por
donde fuera posible subir a la superficie del hielo. La sonda marcaba dieciséis brazas de
profundidad y no era descabellada la idea de que el muro de hielo se asentaba en el
fondo del mar.
Navegar muy cerca del muro era peligroso porque con frecuencia se desprendían de
aquella masa de hielo -abrupta e incluso en cornisa, surcada de numerosas grietasbloques
de hielo más o menos grandes que caían al agua con un ruido sordo. Por
algunas grietas acentuadas hasta formar cañones profundos, aunque estrechos, caían
arroyos en cascada.
La navegación era lenta. Había que evitar los bajíos y los campos de hielo, de manera
que en aquella jornada sólo avanzaron unos cuarenta kilómetros. Pero al finalizar el día
apareció por delante un largo promontorio como si la muralla avanzara hacia el Sur,
cambiando de orientación. Cuando el Estrella Polar llegó hasta cerca, pudo verse que
aquel saliente no estaba formado por el hielo, sino por. un cabo rocoso de la tierra
propiamente dicha.
Durante la cena se discutió en la sala de oficiales cómo bautizar a la tierra recién
descubierta y quedó decidido darle el nombre de Tierra de Fridtjof Nansen, en honor del
gran explorador de mares y países polares. En cuanto al cabo, pese a las protestas de
Trujánov, recibió su nombré como organizador de la expedición.
Justo delante del cabo la muralla de hielo se retiraba un poco hacia el Norte, gracias a lo
cual quedaba formada una bahía pequeña, pero bastante profunda para que se pudiese
proceder al desembarco de la expedición de trineos.
En el barco se desplegó toda la noche una gran actividad. Había que apresurarse y
aprovechar el tiempo favorable. El viento del Sur podía empujar a los campos de hielo
hacia la orilla y cerrar con ellos la bahía. Todos tomaron parte en el desembarco de la
impedimenta. Hacia el nacimiento del cabo, la muralla de hielos descendía
fragmentándose en varios pedazos, entre los cuales no era difícil hallar un camino para
subir a ella. Mientras los miembros de la expedición seleccionaban la impedimenta
desembarcada en la orilla y la instalaban en los trineos, los marineros subieron al punto
más alto del cabo Trujánov y allí levantaron una pirámide de piedras en torno a un asta
en la que fue izada la bandera rusa al triple saludo de los cañones del Estrella Polar .
La pirámide debía servir también de punto de orientación, tanto para el barco que iba a
cursar a lo largo de la costa para fijar sus contornos y estudiarla, como para la
expedición de trineos que se dirigía hacia el interior del país, pero debía regresar al
mismo cabo para reembarcar. Entre las piedras de la pirámide fué colocado un pequeño
cajón de cinc soldado que guardaba la declaración de que aquella tierra había sido
descubierta el 4/17 de junio de 1914 por la expedición de Trujánov a bordo del Estrella
Polar y había recibido el nombre de Tierra de Fridtjof Nansen. La declaración fué firmada
por todos los miembros de la expedición y refrendada con el sello del barco.
Al día siguiente por la noche, todos los miembros de la expedición se reunieron por
última vez en la sala de oficiales del Estrella Polar para una cena de despedida, durante
la cual quedaron definitivamente resueltas las cuestiones del rumbo que debía seguir el
barco y de las medidas a tomar en auxilio de la expedición de trineos en caso de que no
regresara para la fecha fijada.
El Estrella Polar debía dejar junto a la pirámide un depósito de víveres, combustible y
ropa para varios meses a fin de que la expedición, si por alguna causa no encontraba al
barco en aquel sitio, pudiera quedarse allí a invernar.
La expedición debía marchar en línea recta hacia el Norte durante seis u ocho semanas y
luego regresar hacia el Sur, a ser posible por otro camino, pero procurando salir de
nuevo al cabo Trujánov. Para aligerar su carga y tener seguro el regreso, debía dejar,
aproximadamente cada cincuenta kilómetros, depósitos de víveres para tres días y datos
acerca de la dirección que seguía para el caso en que fuese necesario salir a buscarla.
Por la mañana, el Estrella Polar , empavesado, despidió a la expedición con una salva de
sus dos cañones. En el momento de despedirse, Trujánov entregó a Yashtánov un sobre
lacrado diciéndole:
- Si durante el recorrido por la Tierra de Nansen se encuentra usted en una situación sin
salida o tan desconcertado que no logre explicarse lo que ocurre a su alrededor ni sepa
qué hacer, abra usted este sobre. Quizá le ayude su contenido a adoptar la decisión
conveniente. Pero, sin necesidad apremiante, se lo ruego, no abra el sobre. En caso de
que todo marche más o menos normal mis indicaciones no le harán ninguna falta y,
además, podrán parecerle absolutamente infundadas.
Después de amistosos apretones de manos en la superficie de la barrera de hielo,
adonde casi toda la tripulación había subido a despedirlos, echaron a andar hacia el
Norte seis hombres con tres trineos bien cargados, de cada uno de los cuales tiraban
ocho perros. Seis perros de reserva corrían al lado.
Capítulo VIII
A TRAVES DE LA CORDILLERA RUSSKI
La expedición se adentró durante dos días en la tierra de Nansen a través de una llanura
de nieve que ascendía suavemente hacia el Norte y no presentaba ninguna dificultad
para el rápido avance. El hielo tenía pocas grietas y, en su mayoría, cegadas por la
nieve. El tiempo era gris y del Sur llegaban, empujadas por el viento, unas nubes
compactas que a veces se deshacían en nieve y ocultaban la lejanía. Los hombres y los
perros iban amoldándose poco a poco a la marcha. Borovói iba en cabeza, probando con
su palo la nieve para descubrir a tiempo las grietas y consultando la brújula para
mantenerse en la orientación elegida. Makshéiev, Pápochki e Igolkin iban cada uno al
lado de su trineo, dirigiendo a los perros. Gromeko corría un poco apartado, pero cerca
para ayudar al trineo que se atascara, y Kashtánov cerraba la columna, también con la
brújula en la mano, levantando la carta del itinerario. En la parte trasera del último
trineo iba fijado un odómetro, ligera rueda unida a un contador, que marcaba la
distancia recorrida. Por eso había que evitar sobre todo cualquier avería de ese trineo.
Todos los viajeros llevaban idénticos trajes polares; la kujlianka chukchi, camisa de
pieles con el pelo hacia dentro y capota para la cabeza. En caso de grandes fríos iban en
los trineos otras kujdiankas que se podían poner encima de las primeras, pero con el
pelo hacia fuera. Ahora, por ser verano, bastaba una sola que, además, debía ser
sustituida por una chaqueta de punto de lana en caso de lluvia, ya que las prendas de
piel de reno no se deben mojar. El resto de la indumentaria se componía de unos
pantalones también de piel con el pelo hacia dentro, y de torbás, ligeras botas altas de
pieles. En caso de que subiera mucho la temperatura se podía sustituir toda la ropa de
pieles por otra de lana que llevaban de repuesto.
Todos marchaban en esquís, ayudándose con los palos. La llanura estaba cubierta de
hileras de accidentes, cavidades y chepas, causadas pon las nevascas del invierno y sólo
en parte suavizadas por el deshielo, que dificultaban la marcha más que las grietas, no
muy frecuentes. Makshéiev divertía a todos hablando con los perros de su trineo, a los
que había puesto nombres graciosos. El perro de cabeza grande, negro, había sido
bautizado General. Para pasar la noche instalaban una yurta de tipo ligero, con liviana
aunque sólida armadura de bambú. Dentro colocaban en círculo los sacos de dormir a lo
largo de las paredes; en el centro, una estufa de alcohol piara hacer la comida, y arriba,
de una traviesa. colgaban un farolón. Los perros eran atados a los trineos en torno a la
yurta . Al finalizar la segunda jornada de viaje, y recorridos cincuenta kilómetros desde
el lugar de desembarco, instalaron el primer depósito de víveres para el camino de
vuelta, dejándolo marcado con una pirámide de bloques de nieve y una bandera roja en
lo alto.
Al tercer día, la pendiente de la llanura nevada se hizo más sensible y aparecieron
grandes grietas que frenaban el avance porque había que marchar con más cuidado,
tanteando la nieve para no hundirse a través de la fina capa que disimulaba la grieta.
Por la tarde se observaron indicios de un próximo cambio del relieve.
Al Norte, las nubes se dispersaban, ahuyentadas por el viento, y entre sus guedejas
grises tan pronto aparecían como se ocultaban unas montañas bastante altas que
corrían en larga cadena por todo el horizonte. Sobre el fondo níveo general de estas
montañas negreaban unos contrafuertes rocosos. El sol permanente rodaba sobre la
cresta misma de la cordillera, lanzando un brillo opaco a través del cendal de las nubes
y tiñéndolas de color rojizo. En primer plano la llanura nevada reflejaba el cielo y se
había cubierto de manchas y franjas azulencas, liláceas y rosadas. Era prodigioso el
cuadro general del desierto nevado y de la misteriosa cordillera que se ofreció por
primera vez a los ojos de los viajeros.
La ascensión a esta cordillera, bautizada con el nombre de Russki, duró tres días,
retardada por las grandes grietas abiertas en el hielo. La expedición seguía uno de los
valles transversales, entre contrafuertes rocosos.
El torrente de hielo, o sea, el glaciar que descendía por un valle de la vertiente
meridional de la cordillera, tendría hasta un kilómetro de anchura y, -a ambos lados, un
ribete de oscuros contrafuertes rocosos bastante abruptos alternaba con vertientes más
suaves, cubiertas de una espesa capa de nieve. Los primeros estaban salpicados de
trozos de basalto grandes y pequeños y, en algunos lugares, protegidos, presentaban
minúsculas plataformas con vegetación polar. Por el camino, Kashtánov iba estudiando
los riscos y Gromeko, recogiendo plantas. Para Pápochkin no hubo apenas botín: en todo
el día sólo reunió unos cuantos insectos, medio muertos en la nieve o vivos en las
praderas.
Las densas nubes que ocultaban el cielo flotaban a escasa altura que casi rozaban la
cabeza de los viajeros, que avanzaban como si fueran por un corredor ancho pero muy
bajo, de suelo blanco agrietado, muros negros y techo gris. En todas partes donde se
acentuaba la inclinación del valle, la superficie más o menos lisa del hielo se convertía
en glaciar surcado por multitud de grietas y que muchas veces no era más que un caos
de bloques de hielo por encima de los cuales tenían que hacer pasar los trineos; los
hombres y los perros se extenuaban y, en un día, no recorrían más que diez kilómetros
de ese camino. El tiempo continuaba entoldado. El viento del Sur arrastraba las nubes
bajas que ocultaban la cresta de los contrafuertes; sus vertientes negras enmarcaban la
superficie desigual del helero por el que avanzaban con gran dificultad los trineos de la
expedición. En los sitios peores había que descargarlos y transportar a hombros la
impedimenta. Finalmente, al atardecer del tercer día llegaron a un puerto que alcanzaba
casi mil quinientos metros de altura sobre el nivel del errar y era una meseta nevada. El
tiempo seguía entoldado, la cresta de la cordillera hallábase totalmente oculta por nubes
grises que galopaban hacia el Norte y la expedición se movía siempre en medio de una
niebla ligera que lo envolvía todo a cien pasos de distancia.
Esta circunstancia apenaba mucho a todos porque, si hubiera hecho buen tiempo,
habrían descubierto desde lo alto de la cordillera un vasto panorama y hubiesen podido
trazar el mapa de una parte considerable de la Tierra de Nansen.
En el puerto montaron el segundo depósito, donde dejaron las colecciones reunidas por
el geólogo en los contrafuertes de la vertiente meridional. En todo el tiempo el botín del
zoólogo se había limitado a la piel y el cráneo de un toro almizclero. Poco antes del
puerto, la expedición se había cruzado con un pequeño rebaño de estos animales.
Capítulo IX
UN DESCENSO INTERMINABLE
La vertiente septentrional de la cordillera tenía un carácter completamente distinto: era
una llanura nevada infinita que descendía suavemente hacia el Norte, y los perros
arrastraban con facilidad los trineos cuesta abajo. Pero el tiempo empeoró. Un tenaz
viento del Sur empujaba las nubes espesas que se arremolinaban pegadas casi a la
superficie de la nieve y ocultaban por entero el horizonte. Muchas veces se
desencadenaban ventiscas y, si los viajeros pudieron continuar avanzando sin especiales
dificultades, fué únicamente porque el viento les ayudaba y el frío no pasaba de diez !a
quince grados bajo cero. Las grietas eran bastante frecuentes, pero todas ellas
estrechas, de manera que se superaban sin dificultad. Pero, a causa de la nevasca,
había que avanzar con mucha precaución porque la nieve reciente ocultaba muchas
veces en absoluto estas trampas. Al finalizar la jornada, la ventisca había alcanzado tal
fuerza que necesitaron grandes esfuerzos para montar la yurta.
A la mañana siguiente se encontraron con que la yurta había sido recubierta de nieve
hasta el techo y Borovói, al levantarse antes que los demás para sus observaciones
meteorológicas, pegó con la cabeza en un montón de nieve al trasponer la puerta. Los
viajeros tuvieron que abrirse paso con ayuda de las palas, y cuando salieron de la yerta,
vieron que habían desaparecido los trineos y los perros: en torno a la yurta se
levantaban únicamente grandes montones de nieve. Sin embargo, fácil era adivinar que
los trineos y los animales habían sido simplemente, recubiertos por la nieve, ya que era
insensato pensar en el hurto de los primeros y la huida de los segundos en aquel
desierto nevado. Todos tuvieron que ponerse a quitar la nieve.
Al escuchar las voces de los hombres, los perros comenzaron ellos mismos a salir de
debajo de los montones de nieve para recibir cuanto antes su ración de por la mañana.
Era curioso ver cómo empezaba a levantarse aquí y allá la superficie de la nieve
formando un montículo que rompía, al fin, una cabeza peluda, negra, blanca o con
manchas lanzando ladridos de alegría.
En la llanura infinita, la nieve recién caída formaba una capa de medio metro todo lo
más y se había amontonado únicamente en, torno a los obstáculos: la tienda, los trineos
y los perros. Como soplaba un fuerte viento mientras caía, la nieve no estaba muy
apelmazada. Los trineos y los perros se atascaban, pero los esquiadores no se hundían
demasiado en ella. Había que cambiar muchas veces la formación porque el trineo de
cabeza, que desbrozaba el camino para los demás, había de cumplir el trabajo más difícil
y se cansaban rápidamente los perros que tiraban de él. Estos cambios, impuestos por
la blandura de la nieve, no permitían avanzar rápidamente, de manera que, aunque el
viento era más débil y había cesado la nevasca, aunque el camino descendía por una
vertiente lisa y las grietas estaban enteramente cegadas por la nieve, sólo pudieron
recorrer veintidós kilómetros durante la jornada y se detuvieron a cincuenta y cinco
kilómetros del puerto. Allí montaron el tercer depósito.
Por la noche, la nevasca recobró su fuerza y por la mañana los viajeros tuvieron que
volverse a desenterrar, aunque de montones de nieve menos profundos. En la llanura, la
capa de nieve reciente alcanzaba ahora ya casi el metro, dificultando aún más el avance.
Por eso, después de haber recorrido sólo quince kilómetros en la jornada, todos estaban
tan cansados que hicieron alto para pasar la noche antes quede costumbre. Tanto el
panorama como el tiempo conservaban su abrumadora monotonía.
Por la tarde cesó la nevasca y, a través de las nubes que seguían extendiéndose casi a
ras de la infinita llanura nevada, apareció por momentos el sol, que pendía muy bajo
sobre el horizonte. El cuadro que se ofrecía a los ojos de los observadores era
absolutamente fantástico: la llanura impoluta, los remolinos y los jirones de las nubes
grises que se arrastraban raudas por su superficie y cambiaban de contornos sin cesar,
las columnas de menudos copos de nieve que giraban en el aire y, aquí y allá, en este
opaco cendal blanco grisáceo y movedizo,
los reflejos de color intensamente rosa lanzados por el sol, que unas veces aparecía
como un globo rojo y otras ira borrado por la cortina gris. Después de la cena nuestros
viajeros estuvieron largo rato admirando este cuadro hasta que el cansancio les hizo
meterse en los sacos de dormir dentro de la tienda.
Al tercer día de bajada, los barómetros señalaron ya que el terreno se encontraba al
nivel del mar, pero continuaba la pendiente de la llanura hacia el Norte.
Cuando Bocavói, después de tomar nota de las indicaciones del barómetro, se las
comunicó a sus compañeros, Makshéiev exclamó:
- ¡Buen! ¡Hemos descendido de la cordillera Russki sin haber encontrado un solo glaciar
ni una sola grieta!
- Lo más asombroso -observó Kashtánov- es que aquí debe estar la orilla del mar y, por
consiguiente, el extremo del enorme campo de hielo que baja por la ladera septentrional
de esta cordillera y, conforme hemos medido, tiene setenta kilómetros de longitud. Aquí,
lo mismo que ocurre, como sabemos, en el extremo del continente antártico, debe haber
un alto precipicio, un muro de hielo de uno o dos centenares de metros de altura y, a su
pie, el mar libre o, por lo menos, campos de torós , superficies de agua libre y, en medio
de ellas, algunos icebergs. Es lógico, puesto que el helero se mueve y oprime el hielo del
mar.
Al día siguiente no se produjo ningún cambio. La llanura nevada continuaba con el
mismo carácter y la misma inclinación hacia el Norte. El viento soplaba; tenazmente por
la espalda de los viajeros como si les empujara hacia adelante Las nubes bajas se
arremolinaban, deshaciéndose a veces en nieve. Todos esperaban que la bajada
terminase de un momento a otro, apresuraban el paso, escudriñaban la lejanía y
hablaban con esperanza del próximo final. Pero todo en vano: las horas se sucedían, los
kilómetros iban quedando atrás y, al fin, el cansancio general les obligó a hacer alto
para pasar la noche.
Una vez montada la yerta, todos se reunieron en torno a Borovói, que instalaba el
barómetro de mercurio: querían ver lo que señalaba, porque en los aneroides de bolsillo
las manillas habían llegado al tope del cuadrante y no marcaban bien la presión del
Zaire.
- ¡Calculando a bulto, hemos descendido ya a cuatrocientos metros bajo el nivel del
mar! -gritó el meteorólogo-. A no ser que la Tierra de Nansen se encuentre actualmente
en un anticiclón de tamaño descomunal. El barómetro señala ochocientos milímetros.
- A mi entender -observó Kashtánov-, en la tierra no hay anticiclones de esa presión.
Además, desde que nos encontramos en la Tierna de Nansen, el tiempo no ha cambiado
ni se parece en absoluto al tiempo que hace durante un anticiclón.
- Entonces, ¿qué es esto? -exclamó Pápochkin.
- Pues probablemente será que la tierra no ha terminado y su parte septentrional
constituye una depresión muy profunda, una hondonada que -desciende hasta
centenares de metros bajo el nivel del mar.
- ¿Es eso posible? -preguntó Gromeko.
- ¿Por qué no? En la tierra se conocen depresiones así: por ejemplo, el valle del Jordán,
la depresión del mar Muerto en Palestina y la del mar Caspio, la hondonada de Lukchum
en Asia Central, descubierta por los viajeros rusos y, en fin, el fondo del lago Baikal, en
Siberia, que se encuentra a más de mil metros bajo el nivel del mar.
- Lea depresión del mar Muerto tampoco es pequeña: su fondo se encuentra a
cuatrocientos sesenta metros bajo el nivel del océano -añadió Makshéiev.
- De todas formas, el descubrimiento de una depresión tan profunda en el continente
polar será un resultado de interés y significado extraordinarios de nuestra expedición -
concluyó Borovói.
Para asombro de todos, el descenso continuó también al día siguiente, por la misma
llanura y con el mismo tiempo.
- Estamos bajando a un agujero sin fondo -bromeaba Makshéiev-. Esto no es una simple
depresión, sino más bien un embudo, o incluso, ¿quién sabe?, el cráter de un volcán
apagado.
- Pero de proporciones nunca vistas en la tierra ---observó Kashtánov-. Llevamos cuatro
días bajando a este embudo y el diámetro del cráter alcanza, aparentemente,
trescientos kilómetros o más; volcanes de este tamaño se conocen sólo en la luna.
Desgraciadamente, en todo el descenso no hemos descubierto ni un risco, ni la menor
capa de mineral que nos expliquen el origen de este depresión. Las vertientes de un
cráter se deben componer de lavas y tufos volcánicos.
- En la vertiente septentrional de la cordillera Russki y en su sierra hemos visto basaltos
y lavas de basalto -recordó Pápochkin-. Tenemos algunos indicios de la naturaleza
volcánica de esta depresión.
- En Alaska se conocen cráteres de volcanes extinguidos llenos hasta arriba de nieve y
de hielo -añadió Makshéiev.
Por la tarde de aquel día también el barómetro de mercurio se negó a funcionar: el canal
estaba lleno de mercurio hasta arriba. Hubo que recurrir al hipsómetro y determinar la
presión del aire por la temperatura de la ebullición del agua. Correspondía a una
profundidad de ochocientos cuarenta metros bajo el nivel del océano.
Todos advirtieron que, al terminar la jornada, oscureció un poco. Los rayos del sol de la
medianoche no penetraban al parecer directamente en aquella profunda depresión. La
extrañeza de los viajeros aumentó, además, porque aquel día también la brújula se
negó a funcionar. Su aguja giraba, se estremecía, sin poderse calmar y señalar el Norte.
Hubo que orientarse por la dirección del viento y la inclinación general de la llanura para
seguir avanzando hacia el Norte. Kashtánov también culpó de la inquietud de la brújula
al origen volcánico de la depresión, ya que, como se sabe, las grandes masas de basalto
influyen sobre la aguja imantada.
Al día siguiente, los viajeros tropezaron, a unos kilómetros del sitio donde habían pasado
la noche, con un obstáculo inesperado: la llanura nevada concluía en una muralla de
rocas de hielo que se atravesaba en el camino, alejándose hacia ambos lados en cuanto
abarcaba la vista. En unos sitios, las rocas se alzaban a pico sobre una altura de diez a
quince metros, en otros, formaban un caos de bloques de hielo grandes y pequeños,
hacinados los unos encima de los otros. Trepar a ellos, aun sin los trineos cargados, era
cosa ardua. Hubo que hacer alto para una exploración. Makshéiev- y Borovói
ascendieron al montón más alto y se convencieron que delante se alzaban hasta el
infinito los mismos amontonamientos y las mismas rocas.
- No parece tratarse de un cinturón de torós de huelo marítimo -declaró Makshéiev
cuando volvieron.a los trineos-. Los torós no se extienden sobre varios kilómetros de
anchura sin interrupción.
- Se conoce que hemos llegado al fondo de la depresión -opinó Kashtánov- y este caos
se debe a la presión del enorme helero de la vertiente septentrional de la cordillera
Russki por donde hemos descendido.
- O sea, que todo el fondo de la depresión es un caos de bloques de hielo -observó
Borovói-. Las demás vertientes también deben estar cubiertas de heleros que
descienden hacia el fondo.
- Y gracias a su tamaño colosal, la depresión no ha podido hasta ahora llenarse de hielo
como se han llenado los cráteres de los volcanes de Alaska -añadió Makshéiev.
- Pero nosotros necesitamos, atravesar de alguna manera este fondo para continuar el
camino hacia el Norte y enterarnos de las dimensiones de la depresión y del carácter de
la vertiente opuesta -declaró Kashtánov.
- Lo más fácil sería bordear el pie de este caos para contornearlo por el fondo de la
depresión hasta la vertiente opuesta -propuso Gromeko.
- ¿Y si esta depresión no es un cráter de volcán, sino un valle entre dos cordilleras? -
objetó Pápoclikin-. En ese caso puede extenderse sobre cien a doscientos kilómetros y
no nos dará tiempo a terminar la travesía de la Tierra de Nansen.
- Pero, ¿hacia dónde bordear el pie del caos para contornearlo? ¿Hacia la derecha o
hacia la izquierda? -preguntó Borovói.
- Vamos hacia la izquierda. Quizá encontremos un sitia que nos permita pasar antes al
otro lado sin gran dificultad.
Una vez adoptada esta decisión, los viajeros tiraron hacia la izquierda, o sea, hacia el
Oeste a juzgar por el viento, ya que la brújula continuaba inquieta, sin poder señalar el
Norte. A la izquierda se alzaba en suave pendiente la llanura nevada y a la derecha los
montones de bloques de hielo. Las nubes bajas seguían ocultando el cielo e incluso
rozando los picos de los bloques de hielo más altos. Hacia el mediodía descubrieron un
sitio donde el caos de bloques de hielo parecía accesible: los amontonamientos eran más
bajos y en algunos sitios se veían intersticios. Allí se detuvo la expedición para organizar
el cuarto depósito. Borovói y Makshéiev, sin equipaje, se adentraron en la barrera de
hielos para un reconocimiento. Al finalizar la jornada regresaron diciendo que el cinturón
tenía unos diez kilómetros de anchura, que se le podía atravesar aunque con ciertas
dificultades y que tras él comenzaba la pendiente suave de la ladera opuesta de la
depresión..
Se precisaron dos días de duro trabajo para atravesar la barrera. Con frecuencia había
que tallar un sendero en los amontonamientos de hielos para hacer, que pasaran los
trineos uno iras otro con los esfuerzos sumados de, los hombres y los perros. Durmieron
sin montar siquiera la yurta , acogidos al pie de un enorme bloque de hielo que se
levantaba a pico y los protegía del viento. Los perros buscaron cobijo en las grietas y los
agujeros de los hielos. Pero, después de tan dura jornada, todos durmieron
profundamente a pesar de las quejas y los aullidos del viento, que ululaba con tonos
diferentes entre aquel caos.
Por fin llegaron al otro lado de la muralla. En el último alto, Borovói encendió el
infiernillo de alcohol del hipsómetro con la absoluta convicción de que señalaría lo mismo
que delante del cinturón de hielos, es decir, unos novecientos metros bajo el nivel del
mar. Pero cuando colocó el termómetro en el tubo, subió a 105°, luego a 110° y
tampoco se detuvo allí.
- ¡Eh, eh! -gritó Borovói-. ¡Que se va a romper el cristal!
- ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? -preguntaron varias voces.
Todos habían acudido presurosos y se agrupaban en torno al aparato, colocado sobre un
cajón.
- ¡Es una cosa inaudita, increíble! -exclamó Borovói con voz quebrada por la emoción-.
En este maldito agujero el agua hierve a 120°.
- O sea que...
- O sea, que hemos descendido a un abismo por el cinturón de hielos. Así, sal pronto, no
puedo calcular siquiera a cuántos miles de metros bajo el nivel del mar corresponde esta
temperatura de ebullición. Esperen, que vamos a verlo por las tablas.
Sentóse en su saco de dormir, extrajo del bolsillo el prontuario de las alturas, rebuscó
en las tablas e hizo, unas operaciones. al margen. Mientras tanto, sus campañeros iban.
acercándose tino a uno al aparato para con-vencerse de que, efectivamente, el
termómetro marcaba 120° sobre ceno. La columna de mercurio se había detenido en
ese punto, y no cabía la menor dada.
Sólo el ligero borboteo del agua que hervía en el aparato rompía el silencio reinante
entre los hombres, sobré-cogidos por el asombro.
Al fin se escuchó un suspiro profundo de Borovói y estas palabras pronunciadas en tono
solemne:
- Calculando por encima, la temperatura de 120° de ebullición corresponde a la altura
negativa de cinco mil setecientos veinte metros.
- ¡No puede ser! ¿No se ha equivocado usted?
-- Pueden comprobarlo. Aquí están las tablas. En ellas, naturalmente, no figuran los
datos de esta temperatura de ebullición, que nadie ha observado nunca fuera del
laboratorio. Hay que hacer los cálculos aproximados.
Kashtánov verificó los cálculos y dijo:
- Es exacto. En estos dos días, trepando por los bloques de hielo, hemos descendido
cuatro mil novecientos metros en una extensión de diez o doce kilómetros.
- ¡Y no nos hemos dado cuenta del descenso!
- ¡Hemos bajado desde una altura igual a la del Mont-Blanc sin advertirlo! ¡Es algo
increíble
- Y, además, incomprensible. Habrá que pensar que el caos de hielo es un glaciar en la
pendiente abrupta que lleva del cráter a la garganta de este volcán descomunal.
- Y ahora, para salir al otro lado, tendremos que subir por un glaciar idéntico.
- Lo que yo no comprendo -es esta tupida cortina de nubes y este viento que lleva
tantos días soplando del Sur sin interrupción -declaró Borovói.
Sin embargo, no se comprobó la hipótesis del segundo cinturón de hielos. Al día
siguiente avanzaron por una llanura nevada que ascendía suavemente. Por ello, y por, el
tiempo más tibio, la marcha ofrecía mayor dificultad. El termómetro marcaba poco más
de cero, la nieve estaba reblandecida y se pegaba a los patines de los trineos. Los
perros iban todo el tiempo al paso. Al terminar la jornada habían recorrido apenas
veinticinco kilómetros. Era indudable que la llanura ascendía. Y, al colocan el
hipsómetro, Borovói tenía la convicción de que iba a. marcar una profundidad menor
que la víspera.
El agua tardó mucho tiempo en hervir. Al fin apareció el vapor y Borovói colocó el
termómetro. Al poco tiempo se le oyó gritar:
- ¡Pero esto es cosa del demonio ! Esto... esto... -y empezó a soltar maldiciones.
- ¿Qué es? ¿Qué ocurre? ¿Ha reventado el termómetro -preguntaron distintas voces.
- ¡El que va a reventar o a volverse loco en este agujero soy yo! -contestó frenético el
meteorólogo-. Miren ustedes: ¿estoy chiflado yo o está chiflado el termómetro?
Todos corrieron hacia el hipsómetro. El mercurio marcaba 125° sobre cero.
- ¿Qué hemos hecho hoy, subir o bajar? -preguntó Borovói con voz trémula.
- ¡Claro que subir! ¡Todo el día hemos ido subiendo! ¡Es cosa indiscutible!
- ¡Pues el agua hierve a 5° más que ayer junto ¡al cinturón de hielos! Y esto quiere decir
que no hemos ascendido, pino que hemos bajado mil cuatrocientos treinta metros
aproximadamente.
- Y por lo tanto nos encontramos a siete mil ciento cincuenta metros bajo el nivel del
océano -calculó rápidamente Makshéiev.
- ¡Pero eso es una cosa que no concuerda con nada! -exclamó riendo Pápochkin.
- Todavía se puede creer que hayamos hecho un descenso rápido por los hielos. Pero lo
que está en contradicción con el sentido común es creer que hemos bajado casi
kilómetro y medio, cuando bien claro está que hemos ido subiendo cuesta arriba.
- Si no somos víctima de un ataque general de locura, estoy de acuerdo con usted -
replicó Borovói sombrío.
En esto volvieron Gromeko e Igolkin, que habían salido de la tienda. para dar, de comer
a los perros, y el primero dijo:
- Otro hecho extraño: hoy hace bastante más claridad que ayer junto a los hielos.
- Y ayer hacía más claridad que al otro lado de la barrera -añadió Makshéiev.
- Muy cierto --confirmó el meteorólogo-. La noche más oscura, parecida a una noche
blanca de Petersburgo, se observó delante de la barrera de hielos. Como calculábamos
que nos encontrábamos en el fondo de la depresión, el debilitamiento de la luz era
comprensible: los rayos del sol polar no pueden penetrar a tanta profundidad.
- ¡Pero ahora hemos hecho un descenso incomparablemente mayor y la noche es mucho
más clara!
Todavía estuvieron mucho tiempo debatiendo estos hechos contradictorios, pero se
quedaron dormidos sin haber puesto nada en claro. Por la mañana, Borovói fué quien
primero salió de la yurta para sus observaciones.
El viento continuaba soplando del Sur y trayendo las mismas nubes grises y bajas que lo
ocultaban todo a ciento o doscientos metros de distancia. El termómetro marcaba 1°
bajo cero y estaba nevando.
- Hoy debemos comprobar si subimos o bajamos -propuso Makshéiev-. Entre los
instrumentos tenemos un nivel ligero y una mira.
Continuaba la misma llanura nevada, pero la nieve se había helado un poco y era más
fácil avanzar. La inclinación, poco acentuada, iba indudablemente hacia arriba y,
recurriendo varias veces en el día al nivel, se comprobó lo que veían los ojos y lo que
demostraban los perros con su marcha.
Durante la jornada recorrieron veintitrés kilómetros, ya que las mediciones con el nivel
ocuparon bastante tiempo.
En cuanto quedó instalada la tienda, Borovói colocó sus aparatos: el termómetro marcó
128°.
Borovói lanzo un juramento sonoro y escupió al suelo.
- La única explicación posible es que en este agujero no son aplicables las leyes físicas
establecidas para la superficie terrestre y hay que elaborar otras nuevas -opinó
Kashtánov.
- Eso se dice muy pronto -replicó Borovói enfadado-. ¡A ver quién las elabora, así, de
pronto! Centenares de sabios han estado trabajando decenas de años y aquí toda su
labor queda tirada por los suelos igual que si nos encontrásemos en -otro planeta. ¡Yo
no lo puedo admitir y estoy dispuesto a presentar la dimisión!
Todos rieron a esta salida del meteorólogo que, de todas formas, se puso a sus cálculos
y anunció que durante el día habían ascendido -mejor dicho, habían bajado- ochocientos
sesenta metros y que aquel punto se encontraba a nueve mil metros bajo el nivel del
mar.
- He consultado el prontuario de física -advirtió Kashtánov- y resulta que el agua hierve
a 120° bajo una presión de dos atmósferas y a 134° bajo una presión de tres
atmósferas. Ahora soportamos una presión de dos atmósferas y media
aproximadamente.
- Y se comprende que con esta presión se encuentre uno mal y sienta vértigos -declaró
Borovói sombrío.
Los demás confirmaron que -desde la noche pasada entre los hielos se encontraban
peor, sentían opresión en el pecho, pesades de cabeza y lentitud de movimientos. El
sueño era inquieto, con pesadillas.
- También los perros se encuentran mal -declaró Igolkin-. Parecen haberse debilitado y
tiran peor, aunque la subida no es empinada. Yo pensaba que estaban cansados, ¡y mira
tú lo que era!
- Sería interesante tomar el pulso, a todos -propuso Gromeko-. ¿Cuánto tiene usted
normalmente, Iván Andnéievich?
- Setenta y dos -contestó Borovói presentando la mano sal médico.
- ¿Ve usted? ¡Pues ahora tiene cuarenta y cuatro! La diferencia es sensible. Con esta
presión el corazón. funciona más lentamente, lo que se refleja en el estado general.
- Entonces, ¿si continúa el descenso acabará deteniéndose completamente el corazón? -
preguntó Makshéiev.
- ¡No creo que vayamos a bajar hasta el centro de la tierra -contestó Gromeko riendo.
- ¿Por qué no? -rezongó Borovói-. Este embudo monstruoso quizá llegue hasta el centro
de la tierra. Ahora estoy dispuesto a creérmelo todo. Y no me asombraré ni aun cavando
salgamos de él en medio de los hielos del Polo Sur.
- ¡Eso ya es un disparate! -observó Rashtánov-. No puede haber orificio que atraviese
de parte a parte el globo terrestre ni embudo que llegue hasta el centro. Sería una cosa
en contradicción con todos los datos de la Geofísica y la Geología.
- ¡Ah, muy bien! ¿Y en cambio admite usted las contradicciones a todas las leyes de la
Meteorología que venimos observando? Ya verá como también fallan las leyes de su
Geología.
Kashtánov se echó a reír.
- La Meteorología, Iván Andréievich, es una ciencia trivial -dijo en broma-. Tiene que
tratar con el medio inconstante de la atmósfera, con los ciclones y los anticiclones cuyas
causas no han sido todavía averiguadas. En cambio la Geología tiene una base sólida: la
firme corteza terrestre.
- ¡Una base sólida! -estalló Borovói-. ¡Sólida hasta que no la sacude un buen terremoto
que le hace perder la cabeza, si no es algo peor, al geólogo más pintado!
Todos se retorcían de risa.
- Además -prosiguió el meteorólogo mordazmente-, ¡ustedes conocen lo que hay a dos o
tres kilómetros bajo la corteza terrestre y opinan ya de lo que hay en todo el subsuelo!
Pero, de la naturaleza de ese sub-suelo hay tantas opiniones como personas. Según los
unos, el núcleo de la tierra es sólido; según los otros, líquido; según los terceros,
gaseoso. ¡Cualquiera lo entiende!
- ¡Con el tiempo llegaremos a entenderlo! Toda hipótesis, si tiene una base, constituye
un paso más hacia el conocimiento de la verdad. Y en lo que se refiere al subsuelo, no
tiene usted razón. En la actualidad, la Sismología, o sea el estudio. de los terremotos,
nos ofrece nuevos procedimientos para llegar a conocer más cosas acerca del estado del
núcleo terrestre.
- Me gustaría saber lo que va a pasar mañana -concluyó-. Ahora podemos esperar cada
día hechos, a primera vista incomprensibles pero que forman una cadena común de
causas y consecuencias cuando se los llega a desentrañar.
Al día siguiente, la llanura nevada continuó ascendiendo aunque más débilmente: El
viento seguía soplando del Sur, las nubes bajas se arremolinaban extendiéndose casi a
ras de tierra y ocultando la lejanía. Hacia la mitad de la jornada la subida de la llanura
se hizo casi completamente imperceptible y, al terminar la tarde, se convirtió en
descenso: los perros echaron a correr más de prisa, de manera que los esquiadores casi
no podían marchar a su paso. La temperatura se mantenía poco más baja del cero y el
camino era fácil. Súbitamente, Borovói, que iba como siempre por delante, agitó los
brazos y gritó:
- ¡Esperen! ¡Aguarden! Tengo miedo a que nos hayamos desviado del camino.
Todos corrieron a él. Tenía la brújula en la mano y estaba mirándola fijamente.
- ¿Qué ocurre? -preguntó Kashtánov.
No vamos camino del Norte, sino del Sur. Volvemos hacia la barrera de hielos. Miren
ustedes: la aguja imantada no señala el Norte hacia adelante de nosotros, sino hacia
atrás.
- ¿Y cuándo lo ha advertido usted?
- Ahora mismo. Desde que la brújula se puso Caprichosa perdí la confianza en ella y he
conducido la caravana guiándome por el viento, que ha soplado todo el tiempo del Sur.
Pero me ha chocado la pendiente contraria de la llanera, porque del embudo no hemos
podido salir todavía. He consultado la brújula y he visto que ha dejado sus caprichos y
señala que nos dirigimos hacia el Sur y no hacia el Norte.
- ¡Pero si el viento sigue soplándonos por la espalda!
- Ha podido cambiar durante la noche.
- No -declaró Makshéiev-. El viento no ha cambiado. Siempre montamos la yunta con la
puerta en sentido contrario al viento, o sea, mirando al Norte, para que no entre el aire.
Y esta mañana, tengo la convicción, la yunta estaba de espaldas al viento.
- O sea, que ha cambiado poco a poco durante el diga de hoy, hemos descrito un
semicírculo y volvemos sobre nuestros pasos.
- O bien que la brújula ha cambiado de imantación por alguna razón.
- Si por lo menos asomara el sol o se vieran las estrellas para comprobar hacia dónde
nos dirigimos... -lamentóse Borovói.
- De todas formas, conviene acampar aquí para pasar la noche y verificar con la brújula
en la mano unos cuantas kilómetros del camino que hemos recorrido y que se ve
perfectamente por las huellas que hemos dejado en la nieve --declaró Kashtánov-. Si
hemos descrito un -semicírculo, pronto se descubrirá.
Montaron la tienda y Makshéiev y Gromeko volvieron sobre las huellas de la caravana
mientras Borovói colocaba el hipsómetro, que señaló casi lo mismo que la víspera. La
pequeña ascensión de la primera mitad del día había sido probablemente compensada
por el descenso de la segunda mitad. A las dos horas regresaron los exploradores:
habían verificado diez kilómetros de camino, que iba siempre en línea recta, conforme a
la dirección del viento. Por ello quedó decidido que se debían fiar más de él que de la
brújula y había que continuar orientándose por el viento.
Tampoco esta vez hubo en ningún momento oscuridad por la noche. No cambió la luz
difusa que flotaba bajo el manto de las nubes.
Al día siguiente se acentuó más la cuesta abajo. La temperatura subió un poco por
encima del cero, la nieve se reblandeció y el camino, a pesar del descenso, hizóse más
difícil. Después del mediodía aparecieron charcos y algunos arroyuelos que serpeaban
entre los accidentes y, al fin, desaparecían en las grietas cegadas por la nieve. Para
pasar la noche hubo que elegir un sitio elevado y cavar regueros alrededor de la yurta
para el agua de la nieve que se derretía.
Al colocar el hipsómetro, Borovói estaba convencido de que había de señalar un número
de grados mayor que la víspera, ya que todo el día había proseguido la bajada al fondo
de aquella misteriosa depresión. Pero el termómetro marcó 126°, y la altura negativa
del lugar, pese al descenso, no había aumentado, sino disminuido en quinientos setenta
metros. El meteorólogo, completamente desconcertado, estalló en una risa nerviosa.
- ¡Una nueva sorpresa! ¡Un nuevo enigma! Esta mañana hemos decidido que no había
que hacer caso de las brújulas, y ahora nos ocurre lo mismo con el hipsómetro.
Los viajeros volvieron a juntarse en torno al caprichoso aparato, comprobaron sus
indicaciones, hirvieron el agua una y otra vez, pero el resultado era siempre el mismo. A
pesar del evidente descenso, del que no cabía la menor duda porque los arroyuelos
corrían en el mismo sentido, la presión del Zaire no había aumentado, sino disminuido. Y
en los días anteriores, al contrario, la presión no había disminuido, sino aumentado en la
subida.
Al parecer, todas las leyes de los fenómenos físicos elaboradas por generaciones de
sabios sobre la base de observaciones hechas en la superficie terrestre eran inaplicables
o adquirían un sentido absolutamente distinto en aquella depresión del continente polar.
Los fenómenos inexplicables se multiplicaban.
Todos sentían gran interés y agitación, pero sin que nadie pudiese comprender ni
explicar nada. Sólo quedaba la esperanza de que el porvenir inmediato diese la clave del
enigma.
- ¿Qué desierto nevado es éste? -preguntaba Pápochkin-. Después de habernos
encontrado con los toros almizcleros en el puerto de la cordillera era de suponer que los
días siguientes nos darían a Mijaíl Ignátievich y a mí algún botín científico. Pero desde
entonces llevamos doce jornadas de marcha, hemos recorrido casi doscientos cincuenta
kilómetros... y nada, absolutamente nada más que la nieve y el hielo.
- Ni siquiera Piotr Ivánovich, que hasta ahora ha tenido más suerte que nadie en las
colecciones, ha recogido nada -añadió Gromeko.
- El único que sale ganando es Iván Andréievich -observó riendo Makshéiev.
- ¿Yo? ¿Qué he encontrado yo en este tiempo? -sorprendióse Borovói.
- Una colección de fenómenos físicos incomprensibles -contestó Kashtánov, adivinando
lo que Makshéiev había querido decir.
- Es una colección muy extraña, pero en cambio ligera, no como las piedras suyas -
replicó riendo Borovói-. La mía no va a desfondar las trineos.
- Sin embargo, puede resultar de mucho peso en cuanto al balance de nuestra
expedición. El sueño de cada explorador es descubrir algo extraordinario. En ese
sentido, ha tenido usted hasta ahora más suerte que nosotros.
Al día siguiente continuó el descenso, incluso más acentuado. La llanura nevada empezó
a dividirse en montículos achatados que separaban barrancos en cuyo fondo corrían
arroyuelos. La nieve reblandecida dificultaba la marcha: los esquís se escapaban hacia
los lados. Por eso hubo que cambiar de modo de transporte. Los hombres se subieron de
dos en dos en los trineos que los perros arrastraban rápidamente cuesta abajo mientras
ellos utilizaban los palos de los esquís paró dirigirlos o frenarlos sobre el hielo desigual.
Les llamó la atención que las nubes, arremolinadas siempre a escasa altura del suelo, no
tuvieran ya su color gris, sino otro rojizo, igual que si las iluminase un sol poniente
invisible.
El desierto de hielo se extendía alrededor hasta el horizonte, bastante próximo, y
también parecía rojizo. Este extraño alumbrado en el fondo de una depresión tan honda,
donde el sol polar no podía penetrar, formaba
parte igualmente de lo colección de hechos inexplicables que iba reuniendo Borovói.
Aquel día, la expedición hizo alto sobre un montículo, cerca le un gran arroyo impetuoso
de agua clara que les evitó la necesidad de derretir nieve para la sopa y el té.
Capítulo X
UNA INEXPLICABLE POSICIÓN DEL SOL
Después de la cena, el meteorólogo instaló el hipsómetro con la firme convicción de que,
dado el largo y peligroso descenso que habían hecho a lo largo de cuarenta y cinco
kilómetros, el mercurio subiría por lo menos a los 130°, indicando una profundidad de
diez mil metros aproximadamente, o sea, la máxima durante aquel tiempo. Incluso
calculó de antemano la altura de los puntos de ebullición comprendidos entre 130 y
135º para dejar pasmados a sus compañeros. ¡Cuál no sería su asombro al ver que el
termómetro marcaba sólo 120°!...
- Aumenta mi colección -declaró en tono solemne-
Supongo que ninguno de ustedes dudará de que hoy hemos bajado una cuesta, y a
bastante rapidez.
- Naturalmente. Claro que sí. El agua no corre hacia atrás -le contestaron.
- Bueno. Pues el hipsómetro indica que hemos ido cuesta arriba, subiendo durante el día
más de mil setecientos metros. ¿Qué les parece?
Cuando todos se hubieron convencido de que no era ninguna bronca, Borovói continuó:
- A lo mejor, continuando cuesta abajo, pronto saldremos de este increíble abismo al
lado del Polo Norte.
- Pues yo creo que se avecina una catástrofe pronunció Gromeko con aire misterioso-.
En este enigmático agujero la atmósfera se halla extraordinariamente enrarecida y la
presión desciende, anunciando un huracán, un ciclón, un tifón, una tromba o algo por el
estilo. En espera de esa perturbación, y para soportarla con calma, propongo a todas las
personas razonables meterse en sus sacos de dormir.
Todos, incluso Borovói, se echaron a reír y siguieron el consejo del médico. Pero el
meteorólogo verificó previamente si estaban bien plantadas las estacas y bien tirantes
las cuerdas que sujetaban la yerta. Efectivamente temeroso de alguna catástrofe
atmosférica, durmió inquieto, despertándose varias veces para escuchar si no había
arreciado el viento y se desencadenaba el fenómeno esperado. Pero todo estaba en
calma. El viento soplaba regularmente como todo el tiempo atrás, sus compañeros
dormían, los perros gruñían y ladraban entre sueños. Borovói volvía a posar la cabeza
sobre la almohada, procurando ahuyentar sus temores y quedarse dormido.
Por la mañana salió de la tienda antes que los demás para tomar nota de las
indicaciones de -los aparatos que había dejado fuera durante la noche. Sus compañeros
continuaban en los sacos de dormir.
De pronto se alzó la cortina de fieltro que servía de puerta, dando paso al meteorólogo
que volvía a la yurta pálido y con los ojos desorbitados y pronunció tartamudeando:
- Si estuviese solo, no dudaría ya de que me he vuelto loco.
- ¿Pero qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué catástrofe se ha desencadenado? -le
preguntaban, unos asustados y otros irónicos.
- Las nubes o la niebla se han disipado casi enteramente y el sol, ¿comprenden
ustedes?, el sol polar, se encuentra en el cenit -gritó Borovói.
Todos corrieron hacia la salida, empujándose y vistiéndose a toda prisa.
Sobre la llanura helada flotaba una bruma ligera y, a través de ella, un disco rojizo
lanzaba una luz tan pronto brillante como opaca, justo encima de los viajeros y no cerca
del horizonte como debía encontrarse el sol polar a las cinco de la mañana de principios
de julio a 80° de latitud Norte.
Con la cabeza levantada, todos observaban silenciosos aquel extraño sol que ocupaba
un lugar insólito.
- Qué sitio tan raro es esta Tierra de Nansen -pronunció al fin Makshéiev entre trágico e
irónico.
- ¿No será la luna? --hipotetizó Pápochkin-. Quizá estemos en la época de la luna llena.
Borovói hojeó su prontuario de bolsillo.
- Efectivamente, es el momento de la luna llena, pero este disco rojo no parece la luna:
luce con mayor fuerza y da más calor.
- ¿Y si en la Tierra de Nansen...? -comenzó Makshéiev.
Pero Kashtánov le interrumpió.
- En los países polares, la luna nunca está en el cenit durante los meses de verano: o no
se la ve o apenas se levanta sobre el horizonte.
- Entonces, si no es el sol ni la luna, ¿qué es?
Nadie podía contestar a la pregunta. Los viajeros continuaron haciendo hipótesis y
rechazándolas. Después de desayunar volvieron a ponerse en camino. El termómetro
marcaba 8° sobre cero. La niebla se espesaba unas veces, ocultando el astro rojizo, y
otras se disipaba, dejándolo entonces ver, inmóvil en el cenit. Continuaban bajando por
la llanura helada a lo largo de un gran arroyo. La cuesta parecía suavizarse.
Los perros corrían animosos y los Viajeros iban montados en los trineos, de los que se
apeaban de vez en cuando para arreglar algún tiro o tender una pasarela sobre una
grieta más profunda.
En cuanto el sol aparecía entre los remolinos de niebla todos levantaban la cabeza para
contemplar aquel astro enigmático que ocupaba en el cielo una posición tan antinatural.
A la hora del almuerzo se hizo alto como siempre.
Aunque los relojes eran los únicos que señalaban mediodía porque el sol continuaba en
el cenit y no parecía tener intención de cambiar de sitio.
- Cuanto más lo miro, menos lo entiendo -rezongó Borovói-. Incluso a 80° de latitud
Norte el Sol debe desplazarse en el cielo y no estar en el mismo sitio, puesto que la
tierra gira.
Durante el alto determinó la altura del Sol, que era igual a 90º.
- Cualquiera diría que estamos en los trópicos durante el solsticio de verano o en el
ecuador durante el equinoccio -dijo después de sus observaciones-. ¿Qué latitud apunto?
¡Que me piquen si tengo la menor idea de dónde nos encontramos y de lo que ocurre a
nuestro alrededor! Las ideas se me embrollan y todo me parece un sueño estrafalario.
Los demás compartían el sentimiento de Borovói y no lograban explicarse aquel nuevo
fenómeno incomprensible que, por lo misterioso, superaba a todos los anteriores: las
indicaciones contradictorias de los aparatos, el viento que soplaba siempre en la misma
dirección, las nubes constantes, el calor anormal, la luz rojiza y la colosal depresión,
más profunda que todas las conocidas sobre la tierra.
Durante el almuerzo y el descanso que le siguió se hicieron miles de conjeturas sobre las
catástrofes que habían podido producirse en la tierra desde que los viajeros, primero en
el Estrella Polar y luego en la Tierra de Nansen, se hallaban aislados del resto del
mundo.
Capítulo XI
LA TUNDRA POLAR
Se acercaba el momento de detenerse para pasar la noche, cosa que hubiera resultado bastante incómoda en una cresta helada: aunque el sitio era suficiente, el agua se encontraba muy abajo y era imposible llegar a ella por la vertiente helada y lisa. De manera que los viajeros continuaban su camino con la esperanza de encontrar un lugar más adecuado, sobre todo teniendo en cuenta que, entre la niebla, vislumbraban por delante una oscura llanura.
Serían las siete de la tarde cuando los montículos de hielo perdieron altura y, en lenguas blancas y planas, fueron a morir en festón gigantesco al borde de aquella planicie oscura donde los arroyos se habían abierto cauces poco profundos y continuaban fluyendo entre orillas pantanosas. Terminado el hielo, los trineos se atascaron inmediatamente en la tierra viscosa y desnuda. Los perros, con la lengua fuera, se negaban a continuar avanzando. Los viajeros saltaron de los trineos. Habían recorrido el último kilómetro en la espera angustiosa de la nueva sorpresa que les preparaba aquella extraña Tierra de Nansen: una llanura sin nieve.
De un mismo movimiento, todos se inclinaron para examinar y palpar aquella tierra ansiada después de tantos días entre nieves v hielos. La tierra, de color pardo oscuro, empapada de agua y pegajosa, no estaba enteramente desnuda, sino cubierta por los tallos encogidos de una hierba rala y amarillenta y por las ramas retorcidas y rastreras de arbustos enanos sin hojas. Los pies se hundían en la tierra unos cuatro centímetros, levantando cantando chorros y surtidores pequeños de agua amarilla.
- ¿Qué les parece a ustedes? -rezongó Kashtánov-, A 81° de latitud Norte desaparece la nieve, hace la misma temperatura que en Finlandia, la tierra está desnuda y el Sol en el cenit.
- ¿Tendremos que instalar la tienda en este pantano?
- preguntó tristemente Pápochkin.
- No es un pantano, sino lea tundra del Norte -explicó Makshéiev.
- Con eso no salimos ganando nada --observó Borovói-. Los perros se niegan a tirar de los trineos y, verdaderamente, no tiene ninguna gracia pasar la noche en este lodazal. ¡Mejor sería volver al hielo!
Todos miraron a su alrededor, esperando encontrar algún sitio más seco.
- ¡Me parece que allí no estaríamos mal! -exclamó
Gromeko señalando una colina aplastada que descollaba sobre la llanura pardusca, aproximadamente a un kilómetro de las lenguas de hielo.
- ¿Y cómo llegamos hasta allí?
- ¡Hombre, ya lo conseguiremos ayudando a los perros!
- Vamos a ponernos los esquís y quizá no nos hundamos tanto.
En efecto, la marcha era más fácil con los esquís. Los perros tiraban lentamente de los trineos aligerados que los hombres empujaban por detrás con sus palos. En media hora llegaron a duras penas a la altura que dominaba unos ocho metro: el llano y ofrecía un lugar seco y cómodo pana pasar la noche. Entre la hierba amarilla del año anterior asomaban ya unas briznas verdes y los arbustos enanos empezaban a echar brotes.
Montaron la yerta en lo salto del montículo y dejaron los trineos y los perros un poco más abajo, en la vertiente. Detrás, al Norte, el borde de los hielos blanqueaba como una alta muralla que cerrase el horizonte. Delante, el llano oscuro tomaba ya un matiz verdoso.
A unos cincuenta metros de la colina corría silencioso un ancho arroyo entre orillas pantanosas. La niebla se arremolinaba sobre la llanura.
El sol rojizo, que asomaba por momentos, continuaba en el cenit aunque los relojes marcaban ya las ocho y media de la barde. En aquella jornada los viajeros habían recorrido cincuenta kilómetros.
Mientras Borovói instalaba el hipsómetro, los demás hacían hipótesis sobre la temperatura que marcaría el instrumento después de un descenso tan prolongado e indudable.
Unos opinaban que 125° y otros que 115. Makshéiev hizo incluso una apuesta con Pápochkin.
- Pues nadie ha ganado -declaró el meteorólogo cuando terminó sus observaciones-. El termómetro indica sólo 110°.
- De todas formas, yo estaba más cerca de la verdad -afirmó Makshélev-, puesto que había anunciado 115.
- ¿Y no creen ustedes que mejor sería romper todos estos instrumentos inútiles? -preguntó agriamente Borovói.
- Toma usted demasiado a pecho las jugarretas incomprensibles que nos hace la presión atmosférica -intervino Kashtánov, para tranquilizarle-. ¡Ni que se creyese usted culpable de ellas!
- No es eso. Lo que ocurre es que si un aparato es inútil, ¿para qué cargar con él?
- Ahora puede ser inútil por una razón que ignoramos; pero es probable que luego, en el curso del viaje, vuelva a servirnos.
Después de la cena, los viajeros se consultaron sobre la manera de continuar el camino. Si la tundra sin nieve, por extraño que pareciese, se extendía más hacia el Norte, la mayor parte de la impedimenta -los esquís, los trineos, los perros y la comida para ellos, la ropa de abrigo, gran parte del alcohol e incluso la yurta - se hacía no ya sólo inútil, sino incluso molesta, puesto que frenaba la velocidad. En vista de la temperatura tibia podrían contentarse con una tienda ligera que llevaban de reserva y recoger combustible en la tundra.
Por esta razón quedó decidido hacer un alto de una jornada sobre la colina y enviar en direcciones diferentes dos grupos sin impedimenta para explorar el carácter de la región y las condiciones a que habría de amoldarse la expedición en su avance. Después podrían dejar un depósito con todo lo superfluo sobre la colina para recogerlo al regresar hacia los hielos.
Capítulo XII
LAS COLINAS ERRANTES
Cada uno de los exploradores iba armado de una escopeta. Era imposible pensar que no encontrasen en la tundra ninguna caza como les había ocurrido en la llanura nevada. La inquietud manifestada por los perros durante la noche hacía suponer que tropezarían con algún animal. La carne fresca era una cosa muy necesaria tanto para los hombres como para los perros.
Kashtánov y Pápochkin llegaron pronto a un ancho arroyo detrás del cual continuaba la tundra.
El suelo estuvo pronto tan seco que hubieron de abandonar los esquís. Los colocaron en forma de cono, atándolos por arriba con un bramante para que fuese más fácil descubrirlos en el camino de vuelta.
En la tundra seca verdeaba ya la hierba nueva y los arbustos enanos estaban recubiertos de hojillas y de flores. Sobre la llanura flotaba la bruma, que se convertía a veces en llovizna. En los intervalos brillaba y calentaba bastante el sol rojizo, cuyo disco, de todas formas, no se veía con nitidez.
A unos diez kilómetros del campamento descubrieron los exploradores delante de ellos unas cuantas colinas oscuras cuyos flancos abruptos difuminaba la niebla.
- Ese sería un fuga: estupendo para examinar los contornos cuando se disipe la niebla -exclamó Pápochkin-. En esta llanura lisa se debe abarcar un gran panorama desde la altura de esas colinas.
- Y más interés todavía tienen los minerales que podemos encontrar en ellas -replicó Kashtánov-. Hasta ahora, el botín geológico de nuestra expedición ha sido bien pobre.
- ¡Pues el zoológico todavía más!
- Ahora nos recompensará la tundra. Tanto la forma como el color de esas colinas hace suponer que se trata de cúpulas de basalto u otro mineral de origen volcánico.
Los dos investigadores se lanzaron casi corriendo hacia la meta ansiada, que unas veces se divisaba entre la niebla y otras veces desaparecía completamente en ella.
Kashtánov y Pápochkin llevaban corriendo más de un cuarto de hora y las colinas oscuras parecían casi tan lejanas como al principio.
- Esta maldita niebla molesta horriblemente para calcular bien las distancias -dijo el zoólogo deteniéndose a recobrar el aliento-. Estaba convencido de que nos encontrábamos cerca de las colinas y, con todo el tiempo que llevamos corriendo, apenas nos hemos aproximado. Casi no puedo respirar.
- Bueno, pues vamos a descansar -propuso Yashtánov-. Las colinas no se van la escapar.
Estaban de pie, apoyados sobre las escopetas. Súbitamente, Pápochikin, que miraba hacia las colinas, exclamó:
- ¡Esto es extraordinario si no se trata de una ilusión óptica! Me ha parecido que se movían nuestras colinas.
- Es un efecto de la niebla, que se desplaza -contestó tranquilamente Kashtánov encendiendo su pipa.
- Pues no. ¡Ahora veo con toda claridad que se mueven las colinas! ¡Mire usted, mire usted pronto!
Delante, a escasa distancia, se veían ahora con nitidez cuatro manchas oscuras que se desplazaban lentamente por la tundra.
- Habitualmente, los montes de basalto o de cualquier otro mineral volcánico suelen estarse quietos en su sitio -observó sarcástico Pápechkin-. Aunque, ¿quién sabe? Es posible que en este país de los fenómenos inexplicables también anden de un lado para otro las colinas de ese género. ¡Lástima que no haya venido con nosotros Borovói!
Mientras tanto Kashtánov había cogido sus prismáticos y observaba con ellos las colinas movedizas.
- ¿Sube usted una cosa, Semión Semiónovich? -dijo con voz trémula de emoción-. Pues que esas colinas no son de mi competencia, sino de la de usted, porque se trata de grandes animales parecidos a elefantes: veo muy bien sus largas trompas.
Reanudaron su carrera y sólo se detuvieron cuando la niebla empezó de nuevo a disiparse. Las masas oscuras estaban ya mucho más próximas.
- Vamos a tendernos en el suelo -propuso el zoólogo-. De lo contrario, pueden advertir nuestra presencia y escapar.
- ¿Quién sabe si en este país donde todo es extraño no sobreviven los mamuts?
Kashtánov, que había cargado su escopeta con una bala explosiva, apuntó al animal más próximo que le presentaba su flanco izquierdo.
Resonó una detonación ensordecedora. El animal levantó la trompa, cayó de rodillas, luego se irguió, dió unos pasos precipitados y se desplomó.
Los otros pegaron una espantada y luego, levantando las trompas y bramando con un mugido semejante al del buey, huyeron pesadamente al galope por la tundra y desaparecieron en la bruma.
Llenos de impaciencia, Kashtánov y Pápochkin corrieron hacia su víctima. El animal estaba tendido sobre el flanco derecho con las patas estiradas y la cabeza de enormes colmillos echada hacia atrás. La ancha herida abierta bajo el omóplato dejaba escapar un torrente de sangre. El vientre abultado se agitaba aún y la trompa se estremecía.
- ¡Cuidado! -advirtió Kashtánov-. En su agonía es capaz de pegarnos con la trompa o con una pata un golpe que nos rompa los huesos.
Los cazadores se detuvieron a unos diez pasos del elefante examinándolo con una emoción y un interés comprensibles.
- También yo pienso que se trata de un mamut -dijo Kashtánov-. Por lo menos tiene todas las señas del mamut: las enormes dimensiones (¡porque este bicho mide sus seis metros de largo!), los colmillos vueltos hacia arriba y hacia adentro, el largo pelaje rojizo. Además, los elefantes no han vivido nunca en los países árticos, mientras los mamuts han habitado en la tundra de Siberia.
- Si no lo hubiera visto por mis propios ojos, no lo habría creído -contestó Pápochkin-. ¡Qué descubrimiento, pero qué descubrimiento!
- No es ni más ni menos extraordinario que esta profunda depresión y la tundra verde a los 81° de latitud Norte. Se conoce que en este continente polar, absolutamente aislado por los hielos de los demás países de nuestro-planeta y cuyo clima es suave, los mamuts se han. conservado hasta nuestros días. Son, en cierto modo, fósiles vivos.
- O quizá la fauna prehistórica de la Tierra de Nansen que se ha adaptado a nuevas condiciones de vida. Es probable que este continente no estuviera antes aislado de los demás países por los hielos y la nieve y poseyera la misma flora y la misma fauna que el Norte de América y Asia. Y es posible que luego, durante el período glaciar, los mamuts hayan encontrado aquí su último refugio.
- ¡Y ahora lo ha descubierto nuestra expedición!. Pero, ¿qué vamos a hacer con este monstruo? Para llevarlo hasta el campamento harían falta una -plataforma y una locomotora.
- Si no podemos arrastrar al mamut hasta el campamento, se puede aproximar el campamento al mamut -.observó en broma el zoólogo.
- ¡Es una idea!. Pero si la tundra está habitada por mamuts, también puede estarlo por osos, lobos, zorros y otros animales carniceros. Y antes de que nos traslademos aquí son capaces de deteriorar nuestra presa.
- Es verdad. Hay que medirlo cuidadosamente, hacer su descripción y fotografiarlo. AlEstrella Polar nos llevaremos, todo lo más, un diente y partículas de cerebro, de piel y de carne metidas en alcohol.
- ¿Y la trompa? Yo creo que debíamos cortarla para enseñársela a nuestros compañeros. ¡Vaya sorpresa que se van a llevar! Y luego nos la comeremos: será un plato que no ha probado todavía nunca ningún naturalista. Dicen que las trompas de elefante son una cosa suculenta. Pero el extremo lo conservaremos, porque nunca se había encontrado en los cadáveres de mamuts descubiertos y no se sabe cómo está hecho*.
Los cazadores se aproximaron al mamut, ya inmóvil, y procedieron a medirlo y fotografiarlo con gran cuidado.
Pápochkin hacía las mediciones y Kashtánov tomaba nota y luego pasó a retratar el cadáver desde diferentes ángulos mientras el zoólogo se plantaba orgullosamente
junto a él o se subía encima para las comparaciones, exclamando:
- ¡Es maravilloso! El informe de nuestra expedición tendrá ilustraciones: fotografías del zoólogo Pápochkin sobre el cadáver de un mamut, pero no fósil, sino recién matado.
Terminada su labor, les viajeros cortaron el rabo, la trompa y un mechón de largas lanas del animal y, así cargados, se dispusieron a volver a la tienda. Pero entonces el zoólogo lanzó una mirada perpleja a su alrededor y exclamó:
- ¿Hacia qué lado está nuestro campamento? Nos rodea la tundra lisa, la niebla se desplaza e impide ver a lo lejos. Nos hemos extraviado, Piotrivánovich. No tengo ni idea de la dirección que debemos seguir...
Al pronto Kashtánov se turbó un poco, pero luego dijo sonriendo:
- Un hombre que lleve una brújula en el bolsillo no puede extraviarse ni aun en la niebla, siempre que sepa la dirección que ha seguido. Desde el campamento nos pusimos en marcha hacia el Sudeste, de manera que ahora debemos orientarnos hacia el Noroeste.
- Pero creo que al ver a los mamuts echamos a correr sin pensar en la dirección.
- No. Antes de guardarme la brújula comprobé, según mi costumbre, la dirección en que corríamos. Tranquilícese, que le llevaré a la yurta.
Consultando la brújula, Kashtánov echó a andar por la tundra sin vacilaciones y el zoólogo le siguió.
Los viajeros anduvieron un par de horas por la planicie. Lo mismo que antes, la niebla se arremolinaba unas veces a ras de tierra y se disipaba otras, dejando ver un kilómetro o dos alrededor. En uno de esos momentos Kashtánov descubrió delante, y un poco apartado del camino que seguían, un extraño objeto que se alzaba sobre la llanura y se lo indicó al zoólogo.
- ¿Qué será? -preguntó Pápochkin-. Parece el armazón de una tienda de samoyedos. ¿Habrá también hombres aquí?
- Creo que deben ser nuestros esquís. ¿No se acuerda de que los hemos dejado a mitad de camino?
- Entonces, es que vamos bien orientados.
Llegados al sitio donde estaban los esquís, los viajeros podían estar ya tranquilos y guardaron la brújula porque su pista había quedado profundamente impresa en la tundra húmeda. Pronto divisaron la colina donde estaba su yurta.
* A fines de la década del 40 se encontró la trompa de un mamut en la península de Chukotka. Su extremidad fue enviada a la Academia de Ciencias.
Capítulo XIII
UN VISITANTE INDESEABLE
- Algo insólito ocurre en el campamento: los hombres corren de un lado para otro y los perros no cesan de ladrar.
Se detuvieron para prestar oído. En efecto, escucharon distintamente los ladridos feroces de los perros y luego un disparo, otro, un tercero...
- ¿No será un ataque de mamuts u otros animales antediluvianos? Ahora estoy dispuesto a creerme cualquier cosa -declaró el zoólogo.
- Vamos corriendo, que quizá necesiten nuestra ayuda.
Emprendieron una carrera todo lo rápida que les permitían su carga y su cansancio, Abandonaron los esquís y la trompa al pie de la colina, que escalaron en un abrir y cerrar de ojos.
Los perros, atados, hacían esfuerzos para liberarse. La yurta estaba vacía. Pero en la otra vertiente de la loma vieron a Borovói e Igolkin con las escopetas en la mano, de pie junto a una masa oscura.
En un instante Kashtánov y Pápochkin estuvieron junto a sus compañeros.
- ¿Qué es? ¿Qué ha ocurrido?
- Pues ahí tienen ustedes -contestó Borovói agitado. Este extraño animal ha atacado a nuestros perros, si no ha sido al revés. Estábamos en la yurta y no hemos visto el comienzo de la batalla. Pero, en fin, cuando hemos llegado con las escopetas había aplastado ya a dos perros. Y, para poner término a este entretenimiento, nos hemos visto en la obligación de meterle en el vientre dos balas explosivas que le han matado de indigestión.
Igolkin se llevó a los perros, que saltaban en torno al animal muerto, y los tres viajeros se pusieron a examinarlo. En cuanto se fijaron en la cabeza, K Kashtánov y Pápochkin exclamaron al mismo tiempo:
- ¡Pero si es un rinoceronte!
- ¿Un rinoceronte aquí, en el continente polar? -objetó Borovói incrédulo-. Cierto que se parece a los rinocerontes que, por otra parte, sólo he visto retratados, pero, de todas formas, ¿puede haber aquí, en esta tundra, un animal originario de los trópicos? ¡No puedo concebirlo!
- ¿Y concibe usted -le interrumpió Kashtánov- vengamos de la caza del mamut? Del mamut, ¿comprende usted? ¡Del mamut, que se consideraba hasta ahora un animal fósil que ha existido hace decenas de milenios!
- ¡Por amor de Dios! -rugió Borovói-. No se burlen de esta manera, porque me parece que voy a perder la razón. Todo lo que venimos viendo estos últimos días es tan extraordinario, tal, sobrenatural, que me parece simplemente que estoy soñando o loco.
- ¡Pero cálmese usted, hombre! -exclamó Kashtánov agarrando a Borovói por un brazo-. Todos nosotros estamos agitados. También a nosotros nos deja estupefactos lo que vemos. Es extraño y de -momento inexplicable, pero en la naturaleza no hay nada sobrenatural. No olvidemos que nos encontramos en un continente polar profundamente incrustado en la superficie de nuestro planeta y separado del resto del mundo por una ancha barrera de hielos. En un continente así pueden darse condiciones físicas particulares gracias a las cuales continué existiendo el mamut, desaparecido hace tiempo en los demás países. ¿Por qué no ha podido sobrevivir también el rinoceronte, contemporáneo suyo?
- ¿El rinoceronte africano o indio en la tundra polar?
- No digo que el africano pero si el de Siberia, el rinoceronte de pelo largo que vivió en las tundras siberianas al mismo tiempo que el mamut.
- ¡Ah, vamos! Yo no sabía que hubiesen existido rinocerontes de ésos. Pero, ¿por qué piensa usted que no se trata de uno africano?
- ¡Fíjese bien! Este tiene largas lanas de color pardo, mientras el rinoceronte de los trópicos está pelado; además, es más voluminoso que los representantes de estos mamíferos existentes ahora, el cuerno delantero, de enormes dimensiones, tiene forma de paleta.
Al ver que Yashtánov y Pápochkin tomaban con tanta tranquilidad aquel prodigieso suceso, Borovói acabó calmándose y preguntó:
- ¿Y dónde está el mamut que han cazado ustedes?
- ¡No íbamos a traerlo a cuestas! -contestó riendo Pápochkin-. Lo hemos matado en la tundra, bastante lejos de aquí. Había cuatro y, desde lejos, nuestro geólogo los confundió con montecillos basálticos. Pero luego vimos con espanto que estas colinas volcánicas echaban a andar por la tundra. ¡Ja, ja, ja! A propósito, ¿y la trompa? Sólo hemos traído la trompa y el rabo. Sería una lástima que los hubiesen estropeado los perros.
- Vamos a buscarlo.
La fotografía, la medición y la descripción del rinoceronte exigieron más de ti es horas y únicamente después pensaron los exploradores que debían descansar un poco. Mientras almorzaban se acordaron de que aun faltaban dos de sus compañeros y sintiéronse inquietos por su larga ausencia.
- Con este sol, siempre en el cenit, acaba uno perdiendo enteramente la noción del tiempo --rezongaba Borovói-. La mañana, el mediodía o la tarde, ¡todo es lo mismo! El día parece interminable.
- Aquí es efectivamente interminable, puesto que el sol está siempre en el mismo sitio del cielo --confirmó Kashtánov.
- La noche pasada, llamémosla así, la luz se había debilitado un poco, al fin y al cabo -observó el meteorólogo-. Aunque ustedes se inclinaban a explicarlo por un recrudecimiento de la niebla, yo salí de la yurta alrededor de la media noche y me fijé en que la niebla no era más densa que durante el día, pero ese extraño astro lucía con mucha menos fuerza y en su disco parecían verse grandes manchas oscuras.
- ¡Eso es muy interesante! -exclamó el profesor-. ¿Y por qué no nos habló usted de ese nuevo hecho tan chocante?
- Hechos chocantes hay aquí a montones. Además, quería comprobar que no me había equivocado antes de contárselo a ustedes. Hoy, alrededor de mediodía, he vuelto a observar ese astro disparatado y me he convencido de que no tiene manchas oscuras. ¿Sería una equivocación?
- Pues yo creo que le ha ocurrido alguna catástrofe al astro central de nuestro sistema planetario mientras nosotros viajábamos por entre la niebla de la Tierra de Nansen. Por eso brilla día y noche en el cenit a 81° de latitud Norte.
- ¿Y si nuestro globo hubiera girado gradualmente hasta presentar su región ártica al sol?
- Es bastante incomprensible -rezongó Borovói-.
Cómo podría producirse en breve plazo, sin graves conmociones, semejante desviación del eje de la Tierra?
- Hemos podido no advertir esas conmociones entre las nieblas y los hielos. No logro explicarme de otra forma la extraña posición del sol -insistía Kashtánov.
- ¿Está usted seguro de que el astro que estamos viendo en este momento sea el mismo que hemos visto la última vez sobre las sierras de la cordillera Russki? -preguntó Borovói.
¿Qué otra cosa puede ser? -replicó Pápochkin asombrado.
- Con el mismo fundamento se puede conjeturar que la luna se ha incendiado de nuevo o que otro cuerpo luminoso ha penetrado fortuitamente en nuestro sistema planetario, arrastrando a nuestra tierra como satélite -dijo el meteorólogo con sonrisa enigmática.
- ¿A qué lanzarnos en conjeturas improbables? --objetó Kashtánov-. Existen hipótesis basadas sobre hechos geológicos de que el eje de nuestra Tierra se ha desplazado. Así se explican, por ejemplo, las congelaciones que se han producido durante ciertos períodos geológicos en la India, áfrica, Australia y China, así como la flora subtropical que en otros períodos existió en la Tierra de Francisco José, en Groenlandia, etc.
- No discuto, porque usted debe estar mejor informado. Pero he medido hoy el radio angular de este astro, y es igual a 20 minutos mientras el radio angular del sol es de casi 16 minutos como usted naturalmente sabe.
- ¡Eso sí que tiene importancia! -exclamó Kashtánov sorprendido.
- Además, ¿y esta luz rojiza en lugar de la luz amarilla?
- ¿No será un efecto de la niebla? -intervino Pápochkin.
- Es lo que yo había pensado. Pero hoy he logrado observar ese astro en un momento en que la niebla se había disipado enteramente. Y el disco era de color rojo, como el sol cuando está al borde del horizonte y brilla a través de las capas inferiores más húmedas de la atmósfera o durante una tormenta de polvo.
- ¡También eso es chocante!
- ¿Y esas manchas oscuras que condicionan una disminución de la luz a determinadas horas del día? Esta noche procuraré verificarlo. Si el fenómeno se repite, quedaré definitivamente convencido de que lo que brilla encima de nosotros no es el sol, sino otra cosa.
- Pero, adónde se habrá metido nuestro sol? -preguntó inquieto Pápochkin.
- ¡Cualquiera sabe! Este es otro eslabón en la cadena de increíbles fenómenos que hemos presenciado los últimos días.
- En efecto, toda una cadena -murmuró pensativo Kashtánov-. Una inmensa depresión en El continente, las extrañas indicaciones de la brújula, las incomprensibles variaciones de la presión atmosférica y un clima templado a 81° de latitud -y que no es un efecto de la casualidad, a juzgar por el límite de los hielos y la tundra verdeante-, los mamuts y los rinocerontes que andan por ella y un sol que no es un sol y permanece en el cenit día y noche...
- Y habrá más, estoy convencido. Ahí vuelven, al fin, nuestros compañeros y apuesto lo que ustedes quieran a que nos traen algún otro techo curioso.
Todos se pusieron en pie de un salto, mirando a lo lejos donde se divisaban dos siluetas que llevaban un objeto oscuro colgado de una pértiga. Pápochkin colocó la tetera sobre el infiernillo de alcohol y se puso a preparar un asado de carne de rinoceronte mientras los demás corrían al encuentro de sus compañeros.
- Estamos rendidos -declaró Makshéiev-. Hemos visto vacas y toros, pero sólo hemos conseguido matar un ternero y lo traemos a cuestas desde hace tres horas.
-- Además, hemos reunido interesantes ejemplares de la flora de la tundra. Son muy curiosos y hubiera dicho incluso que se trataba de flora antediluviana si no los hubiese recogido yo mismo -añadió Grameko, a cuya espalda colgaba una caja llena de plantas.
Mientras comían, Makshéiev y Gromeko comunicaron sus impresiones.
- Al fin llegamos a un río estrecho pero muy profundo. Como no había ningún vado, echamos a andar siguiendo la corriente. Los árboles iban teniendo ya una altura superior a la de un hombre y, los matorrales, entre ellos, formaban una espesura casi impenetrable. Y entonces nos dimos de manos a boca con un rebaño de toros que habían bajado al río a beber.
- ¿Qué género de toros? -preguntó Pápochkin interesado.
- Eran más bien una especie de yacks salvajes --corrigió Gromeko-: negros, con lanas largas, enormes cuernos gruesos y joroba.
- Estos eran unos -continuó Makshéiev-; pero otros. animales, que debían ser hembras,. no eran tan corpulentos y tenían los cuernos más finos y más cortas. También había algunos terneros. Como no pensábamos encontrar en la tundra más que aves acuáticas y animales pequeños, llevaba sólo una escopeta ligera.
- ¡Y yo iba sin armas!
- Conque tuve que disparar contra un ternero con postas que llevaba en las cartucheras. El rebaño desapareció en la espesura y el ternero se cayó al río, de donde le sacamos para rematarle con los cuchillos.
- Como el ternero pesaba sus cincuenta kilos largos y teníamos que traerlo a cuestas unos doce kilómetros, le vaciamos para aligerar la carga, aun a sabiendas de que Sermón Semiónovich se disgustaría por ello.
- ¡Bastante satisfacción ha tenido ya! -replicó Kashtánov riendo-. ¿Saben ustedes de qué es el asado que acaban de comer?
- ¿Alguna liebre polar? Aunque no sé si existe el género.
- Nada de liebres: era carne de rinoceronte y, además, prehistórico!
- iPuah! ¿Conque han encontrado un cadáver de rinoceronte en la tundra de congelación perpetua y han querido probar la carne conservada desde hace decenas de milenios? -sorpreadióse Gromeko-. Si lo llego a saber, no como. Ahora me van a dar náuseas.
- Pues el asado estaba sabroso; únicamente un poco duro -declaro Makshéiev.
- Se comprende: ¡una carne de esa antigüedad!
- ¿Y saben ustedes -intervino a su vez Pápochkin- para la cena pensamos obsequiarles con una trompa de mamut asada?
- ¡Esto ya es excesivo! -indignóse Gromeko-. ¿Se han propuesto envenenarnos? ¿Quieren ver el efecto que produce sobre un estómago moderno toda esta carroña geológica?
Makshéiev, que durante sus andanzas por Alaska y Chukotka había perdido la costumbre de hacer aspavientos, opinó:
- He leído que la trompa de elefante es un plato muy delicado; conque la trompa de mamut ha de ser algo delicioso.
- Pues yo no lo pruebo -dijo Gromeko furioso-. Prefiero asar el hígado del ternero: por lo menos sé que está fresco.
Después de haber gozado durante algún tiempo de la sorpresa de sus compañeros, los otros les contaron los acontecimientos de la jornada. El botánico se calmó cuando le enseñaron el cadáver del rinoceronte, la trompa, el rabo y el puñado de lanas del mamut. Incluso intervino en la discusión sobre la manera de condimentar la famosa trompa y sacó de su bolsillo unas cuantas cabezas de ajos silvestres que había descubierto cerca del sitio donde se habían tropezado con los toros.
- Serán muy buen condimento para la trompa -dijo-. Siento haber encontrado tan pocos.
Mientras cenaban decidieron quedarse un día más en aquel sitio para ir los cinco adonde estaba el cadáver del mamut y traer a la yurta provisiones de carne y las partes del animal que se quería conservar.
- Ahora debemos estudiar muy seriamente hacia dónde y cómo hemos de ponernos en camino -propuso Kashtánov después de la cena-. Nuestros reconocimientos por la tundra nos dan ciertos materiales para ello. Y, mientras hablamos, ayudaremos a nuestro zoólogo a preparar los cráneos del rinoceronte y del ternero que queremos conservar. Y, a propósito, Sermón Semiónovich, ¿a qué especie cree usted que pertenece el ternero?
- Si no hubiera visto con mis propios ojos un mamut y un rinoceronte de Siberia vivos -contestó el zoólogo-, habría dicho que los animales que hemos encontrado son parientes del yack del Tibet. Pero ahora pienso que se trata de toros primitivos, desaparecidos de la superficie del globo al mismo tiempo que el mamut y el rinoceronte.
Capítulo XIV
LA CARTA DE TRUJANOV
Las excursiones del último día habían demostrado que, al concluir la tundra, se extendían bosques imposibles de atravesar con los trineos y los perros. Había, pues, que abandonar los trineos, los esquís, parte de la impedimenta y los perros y continuar a pie, llevando únicamente la carga imprescindible.
Pero se ignoraba enteramente hasta dónde se extendían aquellos bosques y lo que se podía encontrar detrás de ellos. Lo más probable era que el calor, las plantas y los animales no existieran más que en el fondo de aquella enorme depresión de la Tierra de Nansen y que más adelante, sobre la vertiente opuesta, volvieran a encontrar la nieve y los hielos de manera que aun tendrían necesidad de los trineos, los esquís y los perros.
Por lo tanto, no era menos racional la otra solución: contornear por la tundra en los trineos el borde de los hielos para explorar la circunferencia de la depresión y hacer algunos reconocimientos hacia su interior sin impedimenta. Pero en ese caso quedaría inexplorada la parte central de la depresión, la más interesante sin duda desde el punto de vista de la flora, la fauna y quizá también de la Geología. A juzgar por los numerosos riachuelos que, desde el borde de los hielos, fluían hacia el centro de la depresión, en el fondo debían formarse varios lagos, o, quizá uno solo muy vasto.
Cada una de los planes ofrecía ventajas e inconvenientes. ¿Cuál elegir? Borovói, Igolkin y Makshéiev se inclinaban por el itinerario del borde de los hielos, mientras los naturalistas, claro está, preferían adentrarse hacia el centro de la depresión, duende esperaban encontrar más ejemplares para sus colecciones.
Ultima solución: podían dividirse en dos grupos. Uno, con la impedimenta más pesada, seguiría el borde de los hielos mientras el otro, poco cargado, atravesaría la depresión por el centro, y ambos se juntarían en el lado opuesto. Pero, ¿cómo saber si la depresión se prolongaba mucho hacia el Este y el Oeste y si sería posible contornearla? ¿No surgirían obstáculos invencibles y no se encontrarían ambos grupos o uno de ellos en una situación sin salida? ¿No sería esta separación fatal para todos?
Era difícil tomar una decisión, que podía estar, además, preñada de graves consecuencias.
Todo ello considerado, Kashtánov dijo a sus compañeros, que continuaban enzarzados en su discusión, defendiendo cada cual con encarnizamiento su propuesta:
- No olvidemos el pliego lacrado que me entregó el organizador de nuestra expedición para el caso en que nos hallásemos en situación embarazosa. Se nos autoriza a abrirlo cuando nos encontremos sin saber ya dónde estamos ni lo que debemos hacer. ¿No creen ustedes que ha llegado ese momento? Estos últimos tiempos hemos visto una enorme cantidad de cosas inexplicables e inauditas y ahora nos encontramos incluso sin saber hacia dónde dirigirnos.
Los compañeros de Kashtánov habían olvidado ya aquel pliego de Trujánov y por eso acogieron la proposición con entusiasmo. El pliego fué extraído de la caja donde se guardaban los instrumentos más valiosos y el dinero. Kashtánov rompió los sellos y leyó en voz falta:
Queridos amigos:
Es posible que en el momento dé leer estas líneas se encuentren ustedes en situación muy penosa. Espero no defraudar sus esperanzas de recibir un consejo y una explicación.
Debo confesar ante todo que les he arrastrado a una empresa tan arriesgada y extraordinaria que, de haber, adivinada, ustedes dónde les invitaba a viajar, me habrían tenido por loco y me habrían negado toda colaboración. Una vez hice ya la experiencia, comunicando mis propósitos a un sabio y ofreciéndole organizar una expedición costeada por mí. Se negó rotundamente y además me acusó de tener una fantasía desbordada.
Por eso, la única manera de montar una expedición que verificase mis hipótesis era callar el objetivo final. Debía ser organizada con el propósito aparente de estudiar una parte aun inexplorada de la región ártica. En efecto, mis hipótesis podían ser erróneas y entonces la expedición, después de haber hallado únicamente unas islas o un continente atenazado por los hielos regresaría sin novedad después de su estudio. Aun en este caso mis gastos no habrían sido inútiles, ya que hubiera quedado demostrada de una vez para siempre la falta de fundamento de mi hipótesis y, al mismo tiempo, hubiese desaparecido la gran mancha blanca que aun existe en el mapa de la región ártica.
Y paso a lo esencial. Numerosas observaciones hechas desde el Mont-Blanc y Munku-Sardik, el estudio de obras científicas y los datos de muchas estaciones sismológicas y las búsquedas sobre la distribución y las anomalías de la fuerza de la gravedad me han llevado a la conclusión de que el núcleo de nuestro planeta tiene un carácter completamente distinto al que hasta ahora le prestan los geólogos y los geofísicos. Yo estoy persuadido de que la Tierra posee una cavidad interna más o menos vasta, probablemente alumbrada por un astro pequeño central, quizá ya apagado. Dicha cavidad comunica quizá con la superficie del globo por uno o dos orificios más o menos considerables que permitirían penetrar en la superficie interior de este globo hueco.
Sólo una expedición especial enviada en busca de uno de esos orificios podía confirmar o rebatir mis opiniones. Naturalmente, había que buscar esos orificios en las regiones todavía inexploradas de los dos polos. Para comenzar he elegido la región ártica, como más accesible a una expedición rusa.
Si han logrado ustedes encontrar el orificio, procuren penetrar en él. Es posible que hayan descendido ya a él inadvertidamente, creyendo descender a una profunda depresión continental. En tal caso, y si les quedan fuerzas y medios de transporte suficientes, procuren introducirse más profundamente y explorar hasta donde sea posible esta cavidad interna, aunque sin arriesgar sus vidas en vano.
En caso de que, por una razón cualquiera, el propósito sea irrealizable, regresen ustedes, ya que el solo hecho de haber descubierto un orificio que lleve a la cavidad interna de la Tierra constituye un enorme descubrimiento y su estudio podría confiarse a otra expedición organizada sobre la base de la experiencia adquirida. No dudo de que, llegados al umbral de grandes y maravillosos descubrimientos, experimentarán como verdaderos hombres de ciencia el imperioso deseo de continuar adelante. Pero les ruego desentrañar minuciosamente la situación, pesar el pro y el contra y tomar la determinación más sensata para no correr el riesgo de echar a perder los resultados ya adquiridos.
Quizá pudiesen ustedes dividirse en dos grupos, uno de los cuales penetraría en la cavidad mientras el otro se quedaba a la entrada para acudir en auxilio del primero en caso de necesidad o llevar a la ciencia la noticia del maravilloso descubrimiento.
Siento infinitamente que el destino me haya privado de los medios de compartir los trabajos, las privaciones y los descubrimientos de ustedes y tenerme que limitar a esta carta. Si no les ha explicado nada, desentiéndanse de ella. En cualquier caso les deseo con el alma entera toda clase de éxitos.
Estrella Polar,
14 de junio de 1914
Capítulo XV
EL PAIS DE LA LUZ ETERNA
Todos reflexionaban en lo que acababan de escuchar, procurando ver en ello la explicación de los hechos y los fenómenos extraños observados en los últimos días.
- Ahora empiezo a ver las cosas claras -dijo Borovói con un suspiro de alivio-. Comprendo este sol en el cenit, el calor, el mamut, el rinoceronte, estas brumas eternas y las jugarretas de la brújula. Lo único que no logro explicarme todavía bien son las fantasías del barómetro:
-- Es cierto. Casi todo se comprende ahora -confirmó Kashtánov-. Pienso que la bajada al orificio del globo terrestre comenzó al pasar el puerto de la cordillera Russki. La barrera de hielo constituye sin duda el borde extremo, pasado el cual nos hemos encontrado ya dentro de la depresión y nos hemos dirigido entonces hacia el Sur como nos lo indicaba la brújula, aunque sin cambiar de dirección. Luego hemos trepado a una meseta de hielos, hemos descendido la vertiente opuesta, llegando a la tundra junto a la extremidad de los hielos que forman las nieves invernales empujadas por el viento hasta la cavidad. El mamut, el rinoceronte y el toro prehistórico han sobrevivido aquí gracias a la temperatura moderada propicia para ellos y a la ausencia del hombre, su exterminador...
- Es cierto -aprobó Gromeko-. No hemos hecho más que descender a esta cavidad y hemos matado ya a tres de sus habitantes.
- Ese sol que vamos en el cenit debe ser el verdadero núcleo del globo terrestre, todavía en estado de incandescencia, que proporciona luz y calor a la superficie interior de la corteza, compacta y enteramente endurecida, de la que hasta hoy sólo conocíamos la superficie exterior. Ahora, gracias a la expedición Trujánov, podemos conocer, aunque sólo sea parcialmente, esta superficie interior que nos prepara sin duda muchos descubrimientos interesantes e inesperados, puesto que desde los primeros pasos hemos encontrado ya representantes de la flora y la fauna desaparecidos hace ya tiempo de la superficie exterior.
- Tendríamos que bautizar este país recién descubierto si no queremos estar siempre repitiendo "superficie interior". Porque esto no es ya la Tierra de Nansen -declaró Makshéiev.
- Claro, es demasiado vasto y está separado de la Tierra de Nansen por la barrera de hielos. Qué nombre le daríamos? -preguntó Gromeko.
- En este país siempre es de día. El astro disimulado en el centro de nuestro planeta parece corresponder a la idea que los pueblos antiguos tenían del dios del fuego escondido bajo tierra. Yo llamaría al astro Plutón* y, a la región, Plutonia -propuso Káshtánov.
También se inventaron otros nombres pero, después de una breve discusión, todos coincidieron en que Plutonia era el más adecuado.
- Ahora, una cuestión importante: ¿Nos conformamos con haber penetrado en la cavidad y haber explorado un trozo de Plutonia? ¿Volvemos al Estrella Polar para comunicar a Trujánov la brillante confirmación de sus hipótesis? ¿O bien intentamos adentrarnos más en el país de la luz eterna?
Le contestaron varias exclamaciones:
- ¡Claro que vamos a continuar avanzando! ¡Hay que continuar avanzando mientras tengamos fuerzas y medios para ello? ¡Nos queda mucho tiempo todavía!
- También yo opino lo mismo -declaró Kashtánov-. Ahora bien, ¿cómo organizamos la exploración ulterior de Plutonia?
- Yo pienso -dijo Borovói- que cuanto más nos alejemos de las nieves y los hielos, que son resultado de la penetración del frío y de las precipitaciones de la parte exterior de la tierra, más subirá la temperatura. Los trineos, los esquís y los perros nos serán una carga inútil y debemos dejarlos aquí.
- A los perros no se los puede dejar solos. O sea, debemos seguir él consejo de Trujánov y separarnos. Dos de nosotros quedarán aquí porque para uno sería demasiado duro permanecer mucho tiempo en una soledad absoluta. Los dos que se queden con los perros, los trineos, los esquís y el material superfluo esperarán llevando a cabo observaciones en la tundra y al borde de los hielos. Si los demás no regresan para una fecha determinada, se volverán en un trineo llevando al Estrella Polar el informe de nuestros descubrimientos y servirán de guías a una nueva expedición enviada en busca del grupo desaparecido y encargada de proseguir la exploración de Plutonia.
- ¿Y cómo se las arreglan los "desaparecidos" para cruzar los hielos si llegan sólo un poco más tarde de la fecha fijada? -preguntó Makshéiev.
- Se les dejan dos trineos, esquís y un depósito de víveres aquí para el caso a que usted alude. Habrán de pasarse sin perros y tirar ellos mismos de los trineos, cosa no muy difícil, ya que los depósitos de víveres escalonados en el camino permiten reducir al mínimo la carga de los trineos.
Todos convinieron en que aquel plan era el más acertado, pero nadie quería quedarse en la tundra, en el umbral, como quien dice, de un país misterioso. Había que decidir quiénes eran, de los miembros de la expedición, los más necesarios para el viajé al interior. Ante todo, el zoólogo, el botánico y el geólogo, para quienes había poco que hacer en la tundra. De manera que Kashtánov, Pápochkin y Gromeko debían partir. Por otra parte, Igolkin, el único miembro de la expedición que formaba parte de ella sin fines científicos y cuyo cometido principal era cuidar de los perros, debía, naturalmente, quedarse en la tundra. Así pues, la elección quedaba sólo entre Borovói y Makshéiev.
Como cada uno cedía generosamente al otro su derecho a participar en la expedición, hubo que sortear. Borovói sacó el papelito que decía "quedarse" y Makshéiev el que decía "marchar".
Se discutió largamente la organización del grupo que iba a explorar el interior de Plutonia. Había que optar por un medio de transporte y, en consecuencia, decidir el bagaje que iba a llevarse. Incluso renunciando a las conservas con la idea de que la caza proporcionaría el alimento indispensable, los exploradores habrían de llevar cada uno una carga bastante pesada y, desde luego, era inútil contar con la existencia de senderos practicables.
- ¿Y si nos llevásemos unos cuantos perros para cargarles la impedimenta a lomos? Claro que los pobres animales no están acostumbrados a ello y, además, les molesta este clima tibio -dijo Gromeko.
- El proyecto es peco práctico -declaró Makshéiev-. Corremos el riesgo de perder estos animales, absolutamente indispensables para el regreso por los hielos. Yo propongo utilizar una fuerza mucho más poderosa y dócil que, además de cargar con nuestro bagaje, nos lleve también a nosotros.
- ¿Qué fuerza es ésa? -preguntaron los demás.
- La fuerza del agua. El río profundo que hemos encontrado hoy sin poder atravesarlo corre hacia el Sur, que es hacia donde nosotros debemos encaminarnos. En la impedimenta vienen dos pequeñas lanchas desmontables que debían servirnos para atravesar los espacios de agua libre durante nuestro viaje por los hielos. Como no las hemos necesitado hasta ahora, nos habíamos olvidado de ellas. Cada una puede llevar a dos personas. Nos montaremos en ellas. Llegados a la región forestal, haremos una balsa si las lanchas van demasiado cargadas y así navegaremos mientras nos lo permita el río.
- ¡Excelente idea! -exclamó Kashtánov.
- Es fácil y cómodo. No hay más que dejarse llevar, inspeccionando los alrededores y tomando notas -se entusiasmaba Pápochkin.
- Pero la tupida vegetación que cubre sin duda las orillas nos limitará el horizonte, de manera que navegaremos por un pasillo verde sin ver nada -observó Gromeko.
- ¿Y quién nos impide detenernos, salir a la orilla y hacer excursiones donde nos parezca interesante o necesario? Y también pasaremos la noche en la orilla -explicó Makshéiev.
- Y podremos hacer esas excursiones después de haber descansado, sin llevar una carga pesada. Nos sentiremos mucho más libres -dijo Pápochkin.
Kashtánov añadió:
- Las lanchas y la balsa nos permitirán recoger colecciones mucho más amplias. Porque no había de ser muy fácil llevar a la espalda esa carga, cada día mayor -observó Kashtánov.
- En fin, las lanchas nos pondrán al abrigo de los animales y los reptiles que vivan en los bosques y los pantanos. ¿Quién sabe las sorpresas que nos reserva todavía este misterioso país a cuyo interior nos dirigimos? -declaró Gromeko.
- En una palabra -concluyó Kashtánov-, que el consejo es excelente y se merece usted nuestra gratitud. Por eso propongo dar su nombre al río por el que vamos a navegar. Y ahora les invito a meterse en los sacos de dormir, o mejor dicho, a acostarse encima, porque la temperatura lo permite. Mañana haremos una excursión al sitio donde está el mamut y traeremos sobre los trineos la piel, los colmillos y una provisión de carne.
- ¿No habíamos dicho que trasladaríamos el campamento a aquel sitio? -recordó Pápochkin.
- No me parece muy conveniente. El río por donde vamos a navegar corre en dirección contraria y no creo razonable alejarse de él. Además, esta colina donde nos hemos instalado ofrece muchas ventajas: el suelo está seco, se ve desde lejos, se encuentra a una distancia suficiente del bosque habitado por fieras, se halla bastante cerca de los hielos y expuesta a los vientos, cosa muy importante para los perros cuando aumente el calor. Desde esta altura se puede divisar fácilmente a cualquier enemigo que se acerque.
- Sin contar que es muy cómoda para las observaciones meteorológicas y demás -añadió Borovói-. Vamos a instalar en ella una verdadera estación y espero que mis barómetros se decidan a indicar las variaciones de la presión atmosférica
* Los griegos antiguos llamaban Plutón al dios del mundo subterráneo
Capítulo XVI
UNOS ENTERRADORES IMPORTUNOS
Por la mañana, durante el desayuno, se discutió la cuestión de quién debía ir en busca del mamut y de si merecía la pena hacerlo o no sería mejor dedicarse a los preparativos de la marcha.
- Si estuviésemos seguros de encontrar más mamuts -opinó Kashtánov-, no valdría la pena volver a éste, puesto que le hemos descrito ya y fotografiado. Pero como pronto ha de empezar la zona forestal, es posible que no volvamos a ver ninguno si viven únicamente en la tundra, al borde de los hielo.
Así pues, se decidió que cuatro hombres saldrían para allá con tres trineos tirados por perros.
Junto a la yurta quedaron Gromeko, que quería recoger antes de marcharse algunos ejemplares más de la flora primaveral de la tundra en aquellos parajes, y Kashtánov, con el propósito de perforar el suelo de la colina para determinar su composición. Aquel montículo solitario en medio de la tundra le parecía extraño.
El grupo se alejó, guiado por Pápochkin, que conocía el camino. Durante la marcha mataron algunas aves acuáticas que andaban por la tundra cerca del riachuelo y una liebre muy extraña, que más se asemejaba a un enorme gerbo y causó una gran alegría al geólogo.
El cuerpo del mamut se alzaba a lo lejos igual que una eminencia en la tundra lisa. Cuando estuvieron más cerca, Igolkin, cuya vista era muy penetrante, advirtió a sus compañeros que unos animalillos grises andaban alrededor del mamut.
Los cazadores dejaron los trineos a cierta distancia y se acercaron con precaución al mamut; pero pronto se detuvieron sorprendidos: los animalillos habían desapiarecido corno por ensalmo.
- ¡Hombre! -exclamó Pápochkin cuando todos estuvieron por fin cerca del mamut-. Desde ayer ha habido aquí alguien: fíjense.
Parecía como si en torno al mamut hubieran trabajado unos topos gigantescos: montones de tierra y de raíces de arbustos de un metro de altura habían sido levantados en torno al animal, cuyos cuartos traseros desaparecían ya casi por entero en el hoyo sin sobresalir apenas en la superficie de la tundra.
- ¿Quién ha podido hacer esto? -se preguntaban los cazadores.
- Pues unos enterradores muy hábiles. Debían tener el propósito de sepultar el cadáver, probablemente para que no lo descubran los lobos y tener así provisiones de reserva -explicó Makshéiev.
Igolkin trajo a uno de los perros que, después de olfatear la tierra removida, lanzóse de pronto bajo el vientre del mamut, extrayendo a un extraño animalillo que agitaba desesperadamente sus patas cortas gruñendo como un cerdo. Lo remataron después de quitárselo al perro y se pusieron a examinarlo. Por la forma y por el pelaje se parecía mucho a un tejón.
Luego descubrieron otros cuantos animales semejantes escondidos bajo el cadáver que, desde luego, se disponían a enterrar para devorarlo paulatinamente más tarde.
La labor de aquellos importunos enterradores no permitió ya quitar la piel entera del mamut, y hubo que
limitarse al flanco izquierdo. Los viajeros inspeccionaron luego las entrañas, le cortaron una pata de delante, otra de atrás y un colmillo, enuclearon un ojo y extrajeron la mitad del cerebro, la lengua y dos dientes. Los perros comieron allí hasta saciarse. Unos cuantos grandes trozos de carne de la cadera y del lomo fueron también colocados en los trineos, después de lo cual el grupo tomó lentamente el camino de vuelta. El enterrador, la liebre y las aves constituían el botín zoológico de aquella jornada y Pápochkin podía estar satisfecho de él.
- Que los enterradores sepulten el resto -dijo Borovói en broma-. Cuando nos falte carne para los perros, volveremos Igolkin y yo a buscarla aquí. Y es posible que lo hagamos incluso antes, mientras la carne no se haya podrido aún.
- Entonces, llévense también el cráneo -rogó Pápochkin-. Me imagino que los enterradores lo mondarán a la perfección.
Cuando llegaron cerca de la colina, los exploradores vieron que Kashtánov y Gromeko se hallaban dedicados a una extraña labor. Extraían de un hoyo abierto en la pendiente de la colina unos bloques de piedra blanca que iban amontonando a un lado.
- Esta colina es un verdadero tesoro para nuestra expedición -explicó Kashtánov a sus compañeros-. Queriendo determinar su composición empecé a cavar un hoyo y, al metro y medio aproximadamente, me he encontrado con un bloque de hielo pura. Lo mismo me ha ocurrido en otro sitio. Entonces se me ha ocurrido excavar en el hielo una cámara que nos servirá de nevera perfecta para conservar las provisiones y las pieles. ¡Porque no van a venir todos los días mamuts o rinocerontes para servirnos de cena!
- Será posible que toda la colina esté hecha de hielo y sólo la cubra una capa de tierra? -preguntó Borovói.
- Creo que sí. En el Norte de Siberia se encuentran a veces glaciares fósiles de éstos. Es un gran montón de hielo acumulado durante el invierno y que perdura casualmente o parte de la masa glaciar en retirada, que ha sido poco a poco recubierta de una capa de limo y de arena traída por los arroyos que fluyen del glaciar y se ha conservado así*.
El descubrimiento de Kashtánov tenía un gran valor para el grupo que se quedaba allí porque les ofrecía una despensa inmejorable en el lugar mismo que iban a habitar.
- Más tarde haremos una puerta y abriremos un nicho grande en el fondo -declaró Borovói.
- Y, además, en otra parte de la colina excavaremos una segunda gruta en el hielo para los perros cuando haga demasiado calor -añadió Igolkin.
Una vez descargados los trineos, todos se pusieron a ayudar a Kashtánov y Gromeko a cavar una cueva suficiente para meter los restos del mamut que habían traído y los del rinoceronte. Cuando estuvo terminada y llena, se cegó la abertura con bloques de hielo y se la protegió con los trineos y los esquís para impedir que penetrasen los perros.
A la mañana siguiente se hicieron los preparativos de marcha. Toda la impedimenta fué distribuida: se metió las conservas, el alcohol y la yukola en la nevera y se cargó los trineos con las lanchas y los equipos necesarios para el viaje al interior de Plutonia. Los exploradores almorzaron por última vez juntos y se pusieron en marcha hacia el río Makshéiev después de despedirse de Borovói, que se quedaba para cuidar de layurta y del depósito. Igolkin debía regresar con los trineos al terminar la jornada. Se había decidido que los navegantes se llevarían a uno de los perros para montar la guardia
durante el viaje, y se eligió a General para este efecto. Fué esquilado a fin de que sufriera menos del calor y, perdidas las lanas. el perro tenía un aire tan divertido que nadie podía mirarle sin echarse a reír. Le dejaron un pompón en la cabeza, flecos en la parte alta de las patas y una bolita en el extremo del rabo. Makshéiev, autor del esquilado, declaró que le había hecho aquellos adornos para que, con su extraño aspecto, el perro asustara a las fieras que pudiesen encontrar.
Una vez al borde del río, que tendría unos seis metros de anchura y de uno a dos de profundidad, -echaron las lanchas al agua y subieron a ellas de dos en dos: uno empuñaba el timón y el otro los remos. General saltó a la proa de la lancha de cabeza donde se habían instalado Makshéiev y Gromeko. Por encima de la borda asomaba su estrafalario hocico con las grandes orejas tiesas y el pompón entre ellas.
Igolkin permaneció en la orilla hasta que desaparecieron a lo lejos ambas lanchas, arrastradas rápidamente por la corriente. Sobre la yurta que se divisaba en el horizonte Borovói había izado una bandera blanca. La expedición, que hasta aquel día había soportado valientemente en común todas las dificultades, quedaba dividida y cuatro de sus miembros bogaban hacia el centro del misterioso país. ¿Volverían? Y, si volvían, ¿cuántos de ellos, cuándo y en qué condiciones?
* La colina debía ser de píelo fósil, conservado gracias a la congelación perpetua. Hielos fósiles de este género se encuentran a veces en el Norte de Siberia, particularmente en las proximidades del litoral del Océano Glacial.
Capítulo XVII
POR EL RIO MAKSHEIEV ABAJO
Las embarcaciones se deslizaban a una rapidez de ocho kilómetros por hora. Los que hacían de timonel fijaban al mismo tiempo los contornos, tomando nota de la dirección de todos los recodos del río. Después de haber recorrido así veinticinco kilómetros, los viajeros hicieron alto.
Una pequeña excursión por la orilla demostró que los arbustos eran allí más altos que al principio de la tundra y que en algunos lugares unos alerces* bajos se mezclaban a los sauces y los abedules, formando unos sotos pequeños pero muy tupidos. Por entre los arbustos había estrechos senderos que conducían a la orilla, trazados probablemente por los animales que iban a beber al río.
Por primera vez los viajeros pasaron la noche en una ligera tienda de campaña y sin sacos de dormir.
- Esta luz permanente -declaró Makshéiev al acostarse trastorna por entero nuestras nociones y nuestras costumbres. Aunque consultando nuestros relojes digamos que tal momento es la mañana, el mediodía o la tarde, el sol permanece inmóvil en el cenit y da un calor idéntico, igual que si se burlase de nuestra terminología.
La noche, o mejor dicho, las horas de reposo, transcurrieron sin incidente.
El segundo día, después de haber recorrido cincuenta kilómetros, se hizo alto para realizar una excursión más prolongada al otro lado del río. Las orillas estaban cubiertas de una vegetación más alta y algunos árboles formando una muralla verde que disimulaba enteramente los contornos a los viajeros.
Después de comer, Gromeko se quedó junto a la tienda para recoger plantas Makshéiev se dirigió hacia el Oeste acompañado de General, y Kashtánov y Pápochkin hacia el Este, siguiendo las pistas de animales que atravesaban la espesura, ya más alta que ellos. En algunos lugares, el suelo conservaba las huellas de diferentes animales, entre las cuales reconoció el zoólogo las huellas del mamut, del rinoceronte, de artiodáctilos grandes y pequeños y de un género de solípedo. A veces encontraban la marca de garras de diferente tamaño. Al examinar algunas de ellas ambos exploradores sintieron un escalofrío: medían unos veinte centímetros de largo y las uñas que las terminaban se hundían en la tierra a cuatro centímetros de profundidad. Por la forma de las huellas el zoólogo estableció que probablemente pertenecían a un oso enorme.
- Debe ser un oso de las cavernas, contemporáneo del mamut -observó Kashtánov-. Es más grande que todos los representantes conocidos de esta familia.
- ¿Y no da caza a los hombres de las cavernas? -preguntó Pápochkin.
El geólogo contestó:
- A veces se han encontrado huesos, uñas y dientes de este animal trabajados por los hombres de las cavernas. Pero ignoro si alguna vez se ha encontrado huesos o cráneos de esos hombres trabajados por el oso.
- De todas formas, más vale no tropezarme con él.
- ¡No tropezarme con un animal tan curioso! Nuestros antepasados, que sólo tenían mazos y hachas de piedra como armas, se atrevían con él. ¿Vamos a temerlos nosotros, armados como estamos de escopetas modernas y balas explosivas? Sería una vergüenza...
De espaldas al río, los exploradores desembocaron en un vasto claro donde crecía una hierba tupida pero corta, esmaltada de flores.
Detenidos entre los matorrales, al borde del lindero, descubrieron diferentes mamíferos pastando por aislado o en rebaños. En seguida se distinguía entre ellos razas desaparecidas de la superficie de la tierra: toros negros chepudos con enormes cuernos; ciervos gigantescos con astas proporcionadas al tamaño; caballos salvajes de pequeña estatura, abundante pelaje, cola rala y melena corta. Una pareja de rinocerontes había metido la cabeza entre los matorrales y unos cuantos mamuts, agrupados, agitaban en cadencia las cabezas y las, trompas, ahuyentando probablemente a los insectos que les molestaban, porque mosquitos, tábanos y moscas habían aparecido ya en bastante abundancia.
Después de haber contemplado largamente aquel apacible pastoreo de "fósiles vivos", Kashtánov y Pápochkin decidieron aproximarse más para fotografiar algunos de los animales. Bordeando el claro, se deslizaron a rastras, primero hacia el grupo de toros y luego hacia los dos rinocerontes que fotografiaron atando saltaban con torpeza el uno encima del otro jugando. Los rinocerontes habían cruzado sus cuernos corno sables gigantescos y pisoteaban y removían la fierra con sus patas pesadas.
Ahora les tocaba el turno a los mamuts, que se encontraban más cerca del centro del claro. Pera antes de que los cazadores lograsen aproximarse bastante, algo había ocurrido en el otro extremo del prado, donde pacían los ciervos, sembrando el desconcierto entre ellos: los animales levantaron de pronto la cabeza prestando oído y en seguida huyeron a toda velocidad, asustados probablemente por un enemigo misterioso, pero sin duda terrible. Los ciervos pasaron corriendo junto a los mamuts que, inquietados a su vez, también emprendieron una pesada carrera con las trompas en alto. Ciervos y mamuts corrían derechos hacia donde se hallaban los cazadores al acecho.
- Cuando los ciervos estén a unos cien pasos, dispare usted contra el primero -murmuró rápidamente Kashtánov-. Los fotografiaré en cuanto se detengan y luego también haré fuego, porque nos pueden pisotear.
Pápochkin apuntó y, cuando el enorme ciervo que galopaba delante de los demás con la cabeza en alto y la
Los mamuts, que los seguían, se detuvieron ante las víctimas de los cazadores. Pápochkin había tenido tiempo de volver a cargar las dos escopetas y Kashtánov fotografió el grupo de los mamuts.
- ¿Disparamos? -preguntó el zoólogo con voz trémula de emoción.
- ¿Para qué? Ahora tenemos una, reserva suficiente de carne y ya conocemos al mamut por haberlo estudiado en la tundra. Dispararemos únicamente si nos atacan.
Pero los animales permanecían en el mismo sitio, agitando las trompas como si se consultaran. Eran seis, de los cuales dos jóvenes, con los colmillos y el pelo más cortos, que pronto se aplacaron y se pusieron a jugar el uno con el otro en torno a los viejos, que emitían de vez en cuando un bramido inquieto. Por fin un viejo macho torció hacia la derecha y todos los demás le siguieron por el borde del lindero donde sólo quedaban los dos rinocerontes.
- ¿Quién habrá asustado a estos apacibles herbívoros? -dijo Kashtánov-. Quizá un oso de las cavernas?
- ¡O algún otro animal antediluviano aun más terrible de esta casa de fieras paleontológica!
- ¡Cualquiera sabe! De todas formas, me parece que más nos vale no acercarnos a aquel extremo del claro, porque el animal podría caer sobre nosotros de entre la espesura tan rápidamente que no nos diese tiempo ni siquiera a disparar.
- Entonces, vamos a ocuparnos de los ciervos: hay que medirlos, desollarlos y llevarlos hasta las lanchas.
Los ciervos pertenecían a una especie gigantesca desaparecida de la superficie del globo, donde existió en la misma época que el mamut, el toro primitivo y el oso de las cavernas.
Después de haber desollado a los dos, los cazadores cortaron los cuartos traseras del más joven y se encaminaron lentamente hacia el río con su pesada carga, con tanto volver en busca de carne si sus compañeros habían, tenido menos suerte y si la fiera desconocida, que probablemente rondaba cerca del claro, les dejaba algo.
*(Alerces = árbol caducifolio pináceo, de tronco derecho y alisado, ramas abiertas y hojas blandas; su fruto es una piña menor que la del pino)
Capítulo XVIII
LA CAZA AL CAZADOR
Detrás de la nota venía, hecho a lápiz, un plano del itinerario recorrido por el cazador donde se indicaba la dirección seguida y la distancia en pasos.
Después de descansar un poco, Pápachkin y Gromeko salieron en busca de Makshéiev. General los guiaba bien pero, en las bifurcaciones de los senderos se detenía con frecuencia indeciso y entonces venía a salvarles el plano, donde figuraban todas las encrucijadas. Los cazadores marcharon rápidamente durante media hora y debían encontrarse ya cerca del lugar donde estaba su compañero cuando oyeron dos disparos seguidos. General se lanzó ladrando como un loco y los cazadores corrieron tras él por miedo a que Makshéiev estuviera en peligro.
Pronto llegaron a un vasto claro en medio del cual crecía un grupo de arbustos y de árboles. Al lado yacía una masa amarillenta por encima de la cual asomaba la cabeza de Makshéiev. Delante corrían por el claro más de una decena de animales de pelo rojizo en los que se reconocía fácilmente a lobos.
General se detuvo al borde del claro, sin atreverse a atacar al enemigo tan numeroso.
Al ver desembocar a los exploradores en el claro, los lobos empezaron a retroceder y Makshéiev gritó:
- Suéltenles un buen par de perdigonadas si tienen escopeta de dos cañones, porque a mí me da pena gastar las balas explosivas.
Gromeko se apresuró a cargar su escopeta con perdigones e hizo dos disparos consecutivos contra los lobos. Los animales huyeron hacia los matorrales, perseguidos por General que, al pasar, remató a uno de los que estaban heridos. Los cazadores se aproximaron a Makshéiev, que les refirió lo siguiente:
- Me había detenido al borde del claro porque el perro empezó a gruñir y a temblar. Detrás de este soto descubrí a unos cuantos ciervos pastando y quise darles caza, ya que nunca habíamos capturado a un animal de este género. Empecé a deslizarme por entre los matorrales a lo largo del lindero cuando súbitamente vi, al llegar al soto, a un gran animal amarillo que también espiaba a los ciervos y se arrastraba hacia ellos por detrás de los arbustos... Considerando que esta presa era mucho más interesante, me puse al acecho entre los. matorrales a unos cien pasos. Se conoce que, enteramente entregado a vigilar a los ciervos, el animal amarillo no me había advertido o consideraba indigno de su atención el ser bípedo que veía por primera vez. Se deslizó hasta el soto mismo y allí se irguió eligiendo capazmente una víctima por entre las ramas que le separaban de los ciervos, que pacían tranquilamente sin sospechar nada. Entonces vi unas hayas oscuras sobre los flancos claros del animal y reconocí a un tigre de grandes dimensiones.
Me presentaba el flanco izquierdo, erguido en una postura admirable, y me apresuré a dispararle una bala explosiva que le dejó en el sitio.
Asustados por la detonación, los ciervos se lanzaron al galope por delante del soto, pero al ver al tigre todavía estremecido, dieron una brusca espantada y se dirigieron en línea recta hacia mí. Apenas tuve tiempo de apartarme. Eran unos animales espléndidos: un macho viejo de enorme cornamenta, varias hembras y cervatillos.
- ¡Esto no es un tigre: parece más bien un oso!
Makshéiev quedó un poco decepcionado, pero, sal fijarse bien, hubo de confesar que sólo las rayas pardas le hacían parecerse al más feroz representante de la raza felina, porque todos los demás indicios eran los de un oso.
- Debe ser un oso de las cavernas, contemporáneo del mamut, del que sólo se poseían hasta ahora ciertas partes del esqueleto -explicó Pápochkin-. Es mucho más interesante que un tigre sencillo.
Después de medir al animal, le quitaron la piel, que se llevaron, así como el cráneo y una pata trasera.
La cena fué suculenta: sopa de oca con cebollas silvestres, asado de ciervo y lonjas de oso. Pero este último plato, por su sabor fuerte, no les agradó a todos.
Aquel día, la niebla era menos densa y Plutón brillaba a través de un galio ligero, desapareciendo por completo sólo en algunos momentos. La temperatura se mantenía 13° sobre cero y el viento había amainado un paco.
- Yo pienso -observó Gromeko- que dentro de un día o dos se habrá disipado la niebla del todo y veremos por fin el color del cielo de Plutonia.
No interrumpió el descanso de los exploradores más que el aullido lejano de los lobos, que sin duda devoraban en el claro los cadáveres de los ciervos, del oso y de sus propios compañeros. Pero ni siquiera General hacía caso de estos ruidos, tendido a la entrada de Ira tienda donde humeaba una hoguera que le protegía de los insectos.
El grupo volvió a ponerse en camino. El río iba haciéndose más ancho y más profundo. Las lanchas, con su pesada carga, no corrían ya el riesgo de pegar en la orilla con la popa o de clavar la proa en ella cuando llegaba un brusco recodo.
Las márgenes estaban cubiertas de una tupida muralla de vegetación que alcanzaba ya los cuatro metros de altura: algunas especies de sauces, de salces, de cerezos silvestres, de espino albar y de escaramujo que se entremezclaban. En ciertos sitios surgían por encima las cumbres de abedules blancos y de alerces. El termómetro marcaba 14° sobre cero; la niebla no velaba más que de vez en cuando el cielo entero y casi siempre flotaba a bastante altura, parecida agrandes nubes desvaídas y transparentes a través de las cuales brillaba, intenso, el astro rojizo.
- Pronto acabará probablemente la niebla -dijo Makshéiev, que se había encargado de las observaciones meteorológicas-. Pero, ¿terminarán estas murallas verdes que no nos dejan ver absolutamente nada desde las lanchas?
- Si fuéramos cargados por entre la espesura del bosque tampoco veríamos gran posa y, en cambio, nuestro avance sería mucho más lento -observó Gromeko, a quien, como botánico, interesaban sobre todo aquellas murallas verdes.
Para el almuerzo hicieron alto en un pequeño terreno descubierto. Kashtánov y Gromeko fueron a hacer una breve excursión por el bosque, Pápochkin se dedicó a la pesca y Makshéiev se subió a un árbol que dominaba un poco los otros. Al bajar dijo al zoólogo:
- Pronto cambiará el relieve del terreno. A lo lejos se distinguen unas mesetas con vastas praderas sin árboles y nuestro río se dirige hacia allá en línea recta.
- Y más cerca de nosotros, ¿qué se ve?
- Más cerca, es el bosque tupido por todas partes. Un mar de vegetación sin el menor claro.
- Entonces, nuestros compañeros no tardarán en volver.
Al cabo de una hora regresaron los exploradores con las manos vacías. Habían caminado por un sendero entre murallas verdes, sin encontrar ningún claro, habían recogido algunas plantas, visto algunas aves pequeñas, escuchado roces en la espesura. El zoólogo había tenido más suerte junto al río, pescando unos cuantos peces grandes, semejantes al moksun de Siberia, y una enorme rana verde de treinta centímetros de largo.
Después de descansar reanudaron su viaje. Al cabo de un par de horas apareció en la orilla derecha una colina bastante. alta, luego otra, luego una tercera. También estaban cubiertas de bosques espesos compuestos ya de árboles de la zona templada: tilos, arces, olmos, hayas, fresnos, robles; en los valles que separaban las colinas crecían oscuros abetos y pinos albares. En algunos sitios pendían sobre el agua las ramas de los árboles envueltas en hiedra, lúpulo, vid silvestre y corregüela. Los pajarillos piaban y cantaban en la espesura; a veces se veía a ardillas saltando de rama en rama.
- Esta tarde, durante nuestra excursión, veremos cosas nuevas -anunció Gromeko-. La vegetación ha cambiado, lo que demuestra que en -esta parte el clima es más tibio.
- ¡Desde luego! --confirmó el zoólogo-. Ayer me encontraba como en el Norte de Siberia y en cambio hoy la naturaleza me recuerda -el Sur de Rusia, donde he nacido.
- ¿No tropezaremos hoy con tigres verdaderos? -hipotetizó Makshéiev.
- A mi entender, lo mejor sería hacer las excursiones juntos para defendernos mejor de los peligros que surjan -propuso Kashtánov.
Las colinas iban ganando altura, de manera que se les podía llamar ya montes. Las vertientes septentrionales estaban cubiertas de tupidos bosques de hoja mientras las meridionales ofrecían claros con árboles aislados y arbustos. En algunos sitios se divisaban rocas que despertaron gran interés en el geólogo.
- Me parece que hoy también la Geología encontrará algo -exclamó Makshéiev.
- Ya era hora. Mi martillo debe estar deseando trabajar. Porque incluso la única colina de la tundra ha frustrado sus esperanzas -observó riendo Kashtánov.
- Con todo esto, lo mejor sería hacer alto para la noche -propuso Gromeko-. Llevamos recorridos hoy cerca de cien kilómetros.
Capítulo XIX
AVENTURAS SOBRE UNA COLINA
Descubrieron a través del bosque un sendero, fuera del cual la espesura era tan inextricable que hubiera sido imposible dar un paso sin hacha: arbustos y plantas trepadoras formaban una masa verde compacta que flanqueaba el sendero. Arriba, la bóveda de vegetación no dejaba pasar más que algunos rayos rojizos.
Los cazadores avanzaban silenciosos, en fila india, con las escopetas en la mano, mirando hacia adelante y hacia arriba, donde podía aparecer de pronto una presa interesante o un enemigo peligroso. Pero no se veía nada más que aves pequeñas y ardillas.
Habiendo llegado sin novedad a la vertiente de la colina, comenzaron su ascensión. La hierba no les llegaba más que hasta las rodillas y Gromeko se quedó rezagado recogiendo plantas.
Mientras el zoólogo examinaba y describía una gran serpiente que acababa de matar, Kashtánov había arrancado no sin dificultad una muestra de una roca extraña, muy pegajosa, de color amarillo verdoso, con pequeñas motas de metal blanco plateado. Después de examinarla con la lupa, el geólogo exclamó perplejo:
- ¿Saben ustedes de que son estas rocas? Pues poseen la misma estructura que los aerolitos sidéreos semiferrosos, que contienen una masa inicial olivina con hierro y níquel.
- ¿Lo que significa?... -preguntó Makshéiev.
- Lo que significa que son justas las hipótesis de los geólogos en cuanto a la composición de las capas más profundas de la corteza terrestre. Nos encontramos probablemente en los límites del cinturón llamado olivino*, formado por pesadas rocas de mineral rico en hierro y cuya composición es análoga a la de los meteoritos rocosos o trozos de pequeños planetas que caen sobre nuestra tierra desde el espacio interplanetario. Es de esperar que aun encontraremos rocas -enteramente metálicas.
Gromeko se unió a ellos con una brazada de diferentes, plantas, y los exploradores reanudaron la subida, pisando con precaución la hierba donde podían ocultarse reptiles venenosos. En efecto, escuchaban a veces roces que se apartaban de ellos, pero los viajeros no experimentaban el menor deseo de perseguir a los fugitivos.
En lo alto de la colina había una cresta de granito y en los riscos se calentaban al sol multitud de grandes lagartos de color amarillo verdoso con manchas negras, tan parecidos a los salientes rocosos que Kashtánov puso incluso la mano encima de uno de ellos, pagando su error con un fuerte mordisco -en un dedo. Después de este incidente probaba con el martillo todas las fragosidades de la roca por miedo a equivocarse otra vez.
La vertiente septentrional de la colina, expuesta a los vientos húmedos, estaba cubierta de un espeso bosque en el que era difícil penetrar sin el hacha. La vertiente meridional, que los viajeros habían explorado ya, era una pradera con árboles aislados. Desde arriba abarcaba la mirada una vasta extensión de terreno: al Sur, al Este y al Oeste se alzaban hasta el horizonte colinas iguales o más altas; al Norte, en cambio, descendían y se dispersaban a lo lejos, dejando sitio a una llanura bordeada de una ancha franja de bosque que sólo cortaban en algunos sitios las cintas plateadas de los ríos.
Sentados en lo alto de la colina, los cazadores consideraban la lejanía, cuando una manada de jabalíes salió, a unos metros más abajo de la cresta, del bosque que terminaba en la vertiente septentrional. El jabalí que iba en cabeza, con la espina erizada de largos pelos y enormes colmillos blancos, se detuvo y alzó la cabeza de ojos pequeños, que brillaban furiosos. Olfateaba el aire moviendo la jeta. Le seguían en grupo hembras y jabatillos de diferente edad. Estos paquidermos no se diferenciaban sino por sus dimensiones mayores de los jabalíes conocidos del zoólogo.
- ¡Ahí viene a buscarnos la cena! -exclamó Makshéiev-. A mi entender, un jabato asado a la brocha debe ser un plato suculento.
- De momento, no tenemos necesidad de carne -intervino Gromeko, el encargado de las provisiones-. Todavía nos queda carne de ciervo.
- No está mal tener una reserva, porque la caza no es siempre fructuosa.
- Además -advirtió Pápochkin-, ya saben ustedes que disparar contra estos animales tiene su peligro: un jabalí irritado es un enemigo temible.
- No tenemos más que subir a unos riscos donde no puedan alcanzarnos y matar un par de jabatillos -propuso Kashtánov.
Así lo hicieron. Makshéiev cargó su escopeta con postas y disparó contra los jabatos. La manada, a excepción de tres jabatos que quedaron debatiéndose entre la hierba, se dispersó en diferentes direcciones; pero pronto arremetieron el jabalí y las jabalinas contra los riscos y empezaron a girar a su alrededor haciendo vanas esfuerzos por trepar a las rocas lisas, con lo cual aumentó su furor. Este asedio permitió a los cazadores examinar a los jabalíes desde muy cerca. Una vez satisfecha la curiosidad del zoólogo, empezaron a preguntarse lo que más les convenía hacer.
- Les advierto que pueden hacernos estar así todo un día. Ellos tienen la comida aquí mismo, pero nosotros no. Además, se está muy incómodo -declaró Kashtánov-. Tendremos que ahuyentarlos con algunos disparos.
Pero en eso, Makshéiev, que llevaban un rato observando el lindero del bosque, exclamó:
- Hay un animal muy grande que se acerca hacia nosotros o hacia los jabalíes por la orilla del lindero; no veo más que el lomo amarillo.
- ¿Dónde, dónde?
- Miren, allí se ve el lomo, delante de ese arbusto que hay en el calvero. Fíjense ahora, más a la derecha.
Las miradas de todos siguieron la dirección indicada y, en efecto, a lea derecha del arbusto descubrieron, avanzando lentamente, un bulto de color pardo amarillento, en el que se veían unas franjas transversales más oscuras.
- Será otro oso? -hipotetizó Makshéiev.
- Esta vez podría ser un tigre -replicó Pápochkin-,. Tiene los aires de un felino.
- Me parece que ya es el momento de disparar -declaró Kashtánov.
- ¿contra quién? ¿Contra la fiera o contra los jabalíes?
- Mejor será contra los jabalíes. Si huyen en dirección al bosque, tropezarán con ese carnicero que los perseguirá. Si tuercen hacia otro lado, el animal cambiará de postura y podremos entonces examinarlo -en detalle y disparar contra él cuando nos sea más cómodo. En este momento no se ve más que el lomo y podemos fallar.
- Vamos a hacer primero un disparo contra los jabalíes y las tres otras escopetas apuntan a la fiera.
El zoólogo, que estaba en un saliente de la roca, apuntó al jabalí cuando, erguido sobre las patas traseras, intentaba clavar los colmillos en una bota de Makshéiev. El disparo a quemarropa abatió inmediatamente al jabalí y, los restantes, asustados, huyeron hacia el bosque.
- Naturalmente -confirmó Kashtánov-. Y probablemente de la raza de los macairodos, a juzgar por los enormes colmillos de la mandíbula superior. Esta raza estaba muy difundida en el período terciario, y desapareció quizá al terminar dicha época.
- Desgraciadamente, éste se nos escapa. Fíjense: se ha adentrado en el bosque con su presa, notando sin duda que nuestra vecindad es peligrosa -gritó Makshéiev.
- ¡Qué importa! Por hoy hemos recogido bastantes datos -dijo Pápochkin, que había estado midiendo al jabalí muerto-. ¿Nos llevamos a este monstruo hasta las embarcaciones o nos conformamos con los jabatos?
- Si tiene bastante grasa, no estaría mal llevárnoslo -observó Gromeko-. Así podríamos hacer carne frita. Bueno, ustedes lo despedazan mientras yo recojo algunas otras plantas.
* El cinturón olivino, según hipótesis de los geofísicos, se encuentra a gran profundidad de la corteza terrestre, bajo una capa de rocas ligeras. Compuesto de minerales más pesados (principalmente de olivina o peridoto), separa las capas superficiales ligeras del núcleo metálico de la Tierra.
Capítulo XX
AVIADOR A LA FUERZA
Súbitamente el ave se dejó caer a plomo, agarró por la espalda al botánico inclinado, y se remontó con él. Pero la carga era demasiado pesada incluso para un pájaro de aquella fuerza. Agitando precipitadamente las alas, volaba a cuatro metros del suelo sin poder alzarse más, aunque sin querer tampoco soltar la presa inerte que llevaba entre las garras.
Pápochkin y Makshéiev echaron mano de sus escopetas, pero el primero dejó en seguida la suya diciendo:
- La tengo cargada con postas y podría herir a Gromeko.
Makshéiev, que había cargado la escopeta con una bala destinada al tigre, apuntó y disparó cuando el ave llegó a su altura. El pájaro se desplomó, soltó al botánico y fué a caer, después de un breve aleteo, sobre unas rocas próximas.
Los cazadores corrieron a Gromeko, que yacía sin conocimiento boca abajo en la vertiente. Su gruesa chaqueta de punto estaba rota por las garras del ave. Pero, como no le estaba ajustada, sino amplia, las garras se habían clavado únicamente en ella, limitándose a arañar el cuerpo. Todos se apresuraron a reanimar al botánico y vendarle las heridas y, cuando hubo recobrado el conocimiento, Pápochkin y Makshéiev subieron a la cresta en busca del ave. Era un grifo de tamaño descomunal: más de cuatro metros de envergadura y casi metro y medio desde el pico hasta el extremo de la cola. El plumaje, de color pardo oscuro en la espalda, era por debajo más claro y con pequeñas rayas negras. El nacimiento del cuello, casi desnudo, estaba rodeado de un collar de plumas grisáceas y en -el arranque del pico enorme se alzaba una gran carúncula.
Aquel ave podía fácilmente levantar un cordero, una cabra o un cerdo de talla mediana, pero una persona de setenta kilos era carga superior a sus fuerzas. El botánico agachado le había parecido, sin duda, algún cuadrúpedo pastando.
El grifo fué medido y fotografiado con las alas abiertas sobre las rocas, adonde trepó también Gromeko para examinar de cerca a su enemigo. El médico explicó a sus compañeros que cuando el grifo había caído sobre su espalda, produciéndole un choque violento, pensó que era atacado por un tigre y había perdido el conocimiento.
- ¿Y si volviésemos sal campamento? -propuso Pápochkin-. Hoy hemos sido atacados por jabalíes y un grifo y hemos visto a un tigre de cerca. No hay que jugar demasiado con el destino.
Cansados por la marcha y las emociones, todos emprendieron con placer el camino de vuelta llevando los jabatos, los cuartos traseros y el tocino del jabalí, así como muestras de minerales y plantas.
Cerca ya de la tienda, los cazadores oyeron los ladridos frenéticos de General y corrieron en su auxilio. Al desembocaren una pradera bañada por el río vieron que el perro ladraba desde detrás de la tienda contra un hipopótamo metido hasta medio cuerpo en el agua. El monstruo tenía probablemente el propósito de pacer o de estarse un rato tendido en el prado, pero le había desconcertado el escándalo del perro: clavaba unos ojillos estúpidos en Raquel inquieto animal desconocido y, de vez en cuando, abría unas fauces horribles de dientes largos y escasos y enorme lengua rosa. Aquellas fauces hacían aullar de espanto a General.
Al ver llegar a los hombres corriendo, el monstruo dió pesadamente media vuelta, se sumergió en el agua y descendió la corriente, dejando sobresalir el lomo ancho y grasiento, salpicado de pequeñas verrugas.
- Menos mal que hemos llegado a tiempo -afirmó Gromeko mientras desataba a General-. Ese monstruo hubiera podido causarnos un montón de trastornos: desgarrar la tienda, pisotear las cosas, agujerear o hundir las barcas...
- Ahora que habla usted de las barcas, adónde están? -exclamó Makshéiev corriendo hacia la orilla, donde se le oyó gritar-: ¡Una sigue aquí, pero la otra ha desaparecido! ¿No habrá roto la amarra el hipopótamo?
- Hay que alcanzarla antes de que se haya alejado demasiado -dijo Kashtánov, que había llegado también a la orilla.
Ambos subieron a la embarcación que quedaba, llevándose a todo azar las escopetas, y descendieron el río en persecución de la otra barca. Pronto la vieron, balanceándose en el centro del río en lugar de seguir la corriente. Se acercaron a toda prisa y Kashtánov se disponía ya a engancharla con un bichero cuando pareció animarse de pronto, dió una espantada y se deslizó mucho más de prisa que la corriente. Hubo que reanudar la persecución: Makshéiev remaba con todas sus fuerzas y Kashtánov iba de pie, empuñando el bichero.
- ¡Pero si va a remolque! -gritó cuando, en el momento en que iban a dar alcance a la embarcación, la vieron alejarse de nuevo a sacudidas.
- ¿No será el hipopótamo? Ha podido enredársele una pata en la amarra, o quizá la lleve en la boca.
- ¡Pues claro que es él! -confirmó Kashtánov, al ver delante de la barca la ancha espalda y la cabeza del animal, que había emergido para respirar.
- Si disparamos contra ese monstruo huirá más velozmente o arrastrará la embarcación al fondo.
- No nos queda más remedio que darle alcance y cortar la cuerda si queremos salvar la barca.
Makshéiev Volvió a remar con todas sus fuerzas. Pronto lograron enganchar la embarcación con el bichero y deslizarse hasta la proa, remolcados por el hipopótamo. Kashtánov cortó la cuerda tirante, cuyo extremo desapareció en seguida bajo el agua.
- Me iba quedando sin fuerzas -confesó Makshéiev jadeante-. Si no fuera porque hay necesidad de economizar las municiones, ese monstruo merecía que le metiésemos un balazo para que aprenda.
- Nos hemos alejado mucho de la tienda -observó Kashtánov-. Ahora habrá que remontar la corriente. Déjeme los remos y descanse usted un poco.
Cambiaron de sitio y volvieron río arriba, remolcando la barca.
- Nuestro río va haciéndose más profundo -dijo Makshéiev después de haber intentado empujar la barca con, -el bichero, pero sin llegar al fondo, que debía estar a unos dos metros de profundidad-. No me extraña que anden en él animales de ese tamaño. Ahora, para mayor seguridad, nos convendría sacar las barcas a la orilla por las noches y durante las excursiones.
Las embarcaciones remontaban lentamente el agua oscura, entre dos murallas verdes de arbustos y árboles que formaban una espesura impenetrable. Algunos arbustos, con las raíces batidas por el agua, se inclinaban mojando sus ramas en el río. Sobre las flores escarlata de una planta trepadora desconocida se mecían unas grandes y bellas mariposas y bordoneaban las abejas.
El agua susurraba bajo la proa, los remos se movían cadenciosos y de la espesura llegaban el gorjeo y el canto de las aves. Inclinado por encima de la borda, Makshéiev contemplaba el agua, donde los peces surgían en algunos sitios para desaparecer en la profundidad.
- ¡Qué hermosa es esta naturaleza vista desde la lancha! -murmuró-. Pero,.en cuanto se sale a la orilla, no hay manera de abrirse camino por la espesura, no se puede dar un paso sin encontrarse con algún animal venenoso o con alguna fiera. Cuesta trabajo pensar que, después de tantos días de lucha contra los hielos, la niebla y las nevascas, vamos ahora por un río de la superficie interior de nuestra tierra. A tan escasa distancia de esos hielos se encuentra una naturaleza que recuerda las selvas vírgenes de Africa o de América del Sur. Me gustaría saber a qué latitud de América del Norte corresponde el sitio donde nos encontramos ahora.
- La cosa es fácil: basta con marcar en el mapa el itinerario que hemos seguido desde la barrera de hielo. Debemos encontrarnos todavía bajo el mar de Beaufort, bajo latitudes muy altas o, por lo menos, bajo la tundra de la orilla septentrional de Alaska. Arriba hace un frío endemoniado, hay bloques de hielo y osos blancos mientras aquí nos encontramos con una vegetación exuberante y habitan tigres, hipopótamos y serpientes.
Makshéiev advirtió en ese. momento el reflejo neto
del sol en el agua y levantó rápidamente la cabeza exclamando:
- ¡Hombre! El sol rojizo se deja ver al fin en un cielo sereno. ¡Mírelo!
Los exploradores, acostumbrados a contemplar a Plutón a través de un cendal más o menos denso de niebla o de nubes, no tenían aún idea del color del cielo y del verdadero aspecto de ese núcleo incandescendente de la tierra. Ahora, el velo se había desgarrado, formando cúmulos entre los cuales se veía un cielo límpido, aunque azul oscuro y no celeste como en la superficie exterior de la tierra.
Plutón, cuyo diámetro parecía algo más grande que el diámetro visible del sol, estaba en el cenit.
Aquel astro subterráneo o, mejor dicho, "intraterrestre" se asemejaba al sol que brilla a la hora del poniente o del amanecer detrás de una gruesa capa de la atmósfera. En su disco podían verse manchas oscuras bastante numerosas de tamaño distinto.
- Este astro central, o sea, el verdadero núcleo de nuestra tierra, se encuentra en su última fase de combustión y constituye hoy una estrella roja en vías de extinción. Dentro de poco se apagará. La oscuridad y -el frío reinarán sobre la superficie interna y toda esta vida exuberante desaparecerá ,gradualmente -dijo Kashtánov.
- ¡Menos vial que hemos llegado a tiempo de estudiarla! -exclamó Makshéiev-. Un poco más tarde, nos habríamos tenido que volver sin encontrar nada más que tinieblas.
- Bueno, he dicho "dentro de poco" en el sentido geológico. Estas palabras, traducidas a años terrestres, pueden significar milenios. De manera que nuestros lejanos descendientes podrán todavía estudiar esta superficie terrestre e incluso colonizarla.
- ¡Muchas gracias! ¡Sí que tiene gracia venirse a un país condenado a perecer en las tinieblas eternas!
Capítulo XXI
UNA TORMENTA TROPICAL
A la hora de dormir, encendieron una gran hoguera junto a la tienda y los cuatro se turnaron en la guardia porque el encuentro con el tigre hacía temer algún ataque de animales carniceros. En efecto, cada cual oyó en el bosque próximo, durante las horas que estuvo de guardia, susurros, crujidos, aleteos y gritos de aves espantadas mientras General levantaba las orejas y gruñía con frecuencia.
Al día siguiente, el paisaje ofreció el mismo carácter durante las primeras horas de viaje: colinas boscosas al Norte y esteparias al Sur y un bosque tupido en las orillas. Los viajeros hicieron alto a mitad de la jornada en la margen izquierda, que Kashtánov y Gromeko fueron a explorar después del almuerzo.
La flora ofrecía muchas novedades: había ya plantas eternamente verdes cómo mirto, laurel y laurel-cereza. Los nogales eran de talla gigantesca, que no cedía a los robles, las hayas y los olmos. En la vertiente meridional se encontraban hayas, cipreses, tuyas y tejos. Espléndidas magnolias abrían sus grandes flores olorosas. En la espesura próxima a la orilla crecían bambús, y lianas, Gromeko no hacía más que manifestar su admiración.
Aquel día, la temperatura subió a 25° a la sombra; había cesado el viento del Norte que hasta entonces acompañara a los viajeros. El aire era pesado, saturado por las emanaciones de los tupidos bosques. Los dos hombres subían una cuesta con dificultad, empapados en sudor aunque el sol apenas brillaba a través del velo de las nubes.
Toda la naturaleza parecía adormecida y quieta bajo los efectos del calor; aves y animales se habían acogido a la sombra.
Cuando llegaron a lo alto de la colina, Kashtánov y Gromeko se sentaron a descansar un poco y, vueltos hacia el Norte, para examinar la región, comprendieron a qué se debía el calor agobiante: un enorme nublado violáceo, presagio de una tormenta inmediata, formaba en el horizonte una muralla almenada de torres fantásticas; lo precedía un cúmulo de color azul cárdeno de bajo del cual brillaban unos relámpagos deslumbradores. El cúmulo avanzaba a gran velocidad.
- Vamos corriendo hacia las barcas -exclamó el botánico-, porque el aguacero será probablemente tropical.
Descendieron la cuesta, enredándose en las altas !hierbas y dejándose deslizar en los lugares más abruptos. A los diez minutos llegaron al campamento, donde Makshéiev y Pápochkin les aguardaban ya con impiaciencia, sin saber qué hacer. La tienda podía no resistir a los embates de la lluvia y al granizo que probablemente la acompañaría. Como el río podía desbordarse y arrastrar árboles descuajados, tampoco se estaría a salvo en las lanchas. Lo más razonable, al parecer, era sacar a la orilla la impedimenta y las barcas y buscar cobijo en la espesura.
Al discutir este plan con sus compañeros, Pápochkin recordó que, durante una pequeña excursión hecha al perseguir a una gran serpiente de agua río abajo, había visto al final de la colina una roca saliente que podía servir de refugio contra la lluvia. Pero había que darse prisa porque la tormenta se aproximaba a toda velocidad. Subieron a las barcas, se dirigieron hacia la roca y, en unos minutos, descargaron toda la impedimenta y la guardaron bajo el saliente, que resultó bastante amplio para abrigar no sólo a los hombres, el perro y los objetos, sino también las embarcaciones, con las que hicieron una protección contra el viento.
Después de haber expulsado a unas cuantas serpientes de mediano tamaño refugiadas en las grietas de la roca, los exploradores pudieron observar tranquilamente el grandioso espectáculo del cataclismo atmosférico.
El cúmulo cárdeno cubría ya la mitad del cielo, oscureciendo el sol; desde abajo parecía ahora un abismo completamente negro, surcado sin cesar por los culebreos deslumbradores de los relámpagos seguidos de truenos de una violencia como no habían escuchado ninguno de los observadores. Eran unas veces explosiones ensordecedoras y sucesivas, otras crujidos como si se desgarrase una pieza enorme de hela muy fuerte, otras la detonación de centenares de cañones pesados.
El bosque inmediato susurraba sordamente bajo los primeros embates del viento. Del Norte llegaba un estrépito horrible, que causaba pavor e incluso sofocaba gradualmente los redobles de los truenos. Hubiérase dicho que se aproximaba un tren gigantesco, arrollándolo todo a su paso.
Los viajeros, pálidos, miraban con inquietud a su alrededor.
El huracán se acercaba levantando remolinos de hojas, flores, ramas, matorrales descuajados y aves que no habían tenido tiempo de buscar abrigo en el bosque. Las tinieblas se intensificaban. Entre los ensordecedores redobles del trueno todo silbaba, crujía y ululaba. Enormes gotas de agua y algunos granizos se estrellaban contra la tierra y el río, que estaba agitado y se cubría de espuma. Luego la oscuridad se hizo absoluta, y sólo a la luz de los relámpagos se descubría por momentos un cuadro espantoso. El bosque entero parecía haberse levantado en el aire y galopar con las cataratas de lluvia y de granizo. El estrépito era tal que no se oían las voces ni aun gritándose al oído.
Pero aquel cataclismo no duró más de cinco minutos. Pronto empezó a clarear; las embestidas del viento se debilitaron, el estrépito y los truenos alejáronse hacia el Sur y no hacía ya más que lloviznar. En cambio, el río, ahora de color pardusco, había crecido, estaba sucio y cubierto de espuma y acarreaba hojas, ramas y árboles enteros. Por el cielo galopaban todavía jirones de nubes grises, pero Plutón asomaba ya, iluminando las devastaciones causadas por la tormenta.
Abandonando su refugio, los hombres miraron a su alrededor. Al liado de las barcas se amontonaban hojas y ramas entremezcladas de granizos del tamaño de nueces. Algunas ramas puntiagudas habían sido lanzadas con tanta fuerza que habían agujereado los flancos de lona de las barcas. Era preciso repararlos inmediatamente. Armados de agujas, hilo y trozos de lona alquitranada, pusieron manos a la obra.
El remiendo de las lanchas duró cerca de una hora y, -en ese tiempo, el río había vuelto á su cauce y había quedado limpio, de manera que se podía continuar el camino. El nubarrón negro había desaparecido al Sur, detrás de las colinas, y los viajeros contemplaron por primera vez la cúpula del firmamento despejada, de color azul oscuro.
- Parece mentira -dijo Pápochkin subido ya en lea barca- que justamente encima de nosotros, encima de este cielo azul se encuentre a unos diez ,mil kilómetros de distancia otra tierra igual que ésta, con bosques, ríos y animales diversos. ¡Qué interesante sería verla sobre nuestras cabezas!
- La distancia es demasiado considerable -observó Kashtánov-. Una capa de aire tan espesa, con partículas de polvo y vapores de agua no, es bastante translúcida; además, la tierra, cubierta de vegetación, refleja poca luz y no tiene brillo suficiente.
- ¿Se han fijado ustedes -preguntó Makshéieve- que ayer, desde una colina bastante baja, abarcábamos con la mirada mucha más extensión que arriba, sobre la tierra? Distinguíamos la llanura boscosa a un centenar de kilómetros quizá porque la superficie en que nos hallamos no es convexa como la del globo terrestre, sino cóncava. Daba la impresión de que nos encontrábamos en el fondo de una hondonada lisa.
- Teóricamente nuestro horizonte debía ser ilimitado y debíamos poder divisar la región, no ya a cien kilómetros, sino a quinientos o mil, puesto que se levanta gradualmente hacia el cielo. Pero, a una gran distancia, las capas inferiores del aire no tienen ya la diafanidad suficiente y los contornos de los objetos se difuminan y se confunden poco a poco.
- Por lo tanto, la línea del horizonte no puede ser aquí tan neta y precisa pomo arriba, sobre la tierra. En realidad aquí no hay horizonte y lo que vemos es el paso gradual del suelo al firmamento.
- Lo que ocurre es que, hasta ahora, las nubes a ras de tierra o la niebla no nos dejaban observar este fenómeno.
Hacia el final de la jornada, el río se ensanchó sensiblemente; la corriente, más débil, obligó a los viajeros a remar de manera ininterrumpida si querían avanzar con bastante rapidez.
En las murallas de vegetación de ambas orillas se veían ¿algunas cañadas por donde se marchaba parte del agua en forma de brazos estrechos o, al contrario, afluía hacia el cauce principal. Empezaron a aparecer islas, bordeadas de tupidos juncos que crecían en el agua.
Al contornear una de aquellas islas, los exploradores descubrieron en el cinturón de juncos un corte del que partía un sendero, adentrándose en la verde espesura. Hacia allá dirigió Makshéiev su lancha para desembarcar y visitar la isla. Pero no había hecho el bote más que rozar suavemente la orilla fangosa con la proa, cuando apareció entre la espesura la cabeza de un macairodo. Dos colmillos níveos, de lo menos treinta centímetros de largo, descendían de la mandíbula superior como los de una morsa. La fiera debía estar ahíta, porque no se disponía al ataque. Abrió unas fauces enormes, como bostezando, y su cabeza desapareció luego entre las ramas. La presencia de aquel horrible carnicero hizo que los exploradores renunciaran a desembarcar en la isla. Al día siguiente, el río volvió a estrecharse y se hizo más rápido.
El carácter subtropical de la vegetación iba acentuándose: los robles, las hayas y los arces habían sido desplazados completamente por las magnolias, los laureles, los árboles del caucho y otros muchos que el botánico sólo conocía de nombre o por los enclenques ejemplares cultivados en estufa. Desde las barcas era fácil distinguir palmeras y yucas.
Las colinas, poco frecuentes, eran menos elevadas pero más anchas. Sus flancos estaban cubiertos de una hierba tupida que llegaría hasta la cintura y de árboles o sotos aislados que recordaban los bosques de Africa Ecuatorial.
Un macizo impenetrable se extendía a lo largo de las orillas del río, ocupando los terrenos más bajos.
A la hora de la comida, los viajeros hicieron alto cerca de una de aquellas colinas para emprender luego una excursión más prolongada a fin de estudiar la flora. Makshéiev aceptó quedarse cuidando de las embarcaciones y, después de comer, sus tres compañeros se dirigieron hacia la colina.
Capítulo XXII
EL MONTICULO MOVEDIZO
Más cerca de la colina, el bosque empezó a esclarecerse y los rayos rojizos de Plutón penetraron hasta el suelo. La vida era allí más intensa y las hierbas, las flores y los matorrales, más numerosos. Los cazadores dieron con una senda que serpeaba entre los árboles y la siguieron en la esperanza de que les conduciría fuera del bosque. Delante iba Kashtánov seguido de Pápochkin., los dos con las escopetas preparadas y lanzando miradas escrutadoras alrededor. Gromeko cerraba la parcha, quedándose a veces rezagado para recoger alguna planta.
De pronto, Kashtánov se inmovilizó y levantó la mano, solicitando la atención de sus compañeros: hasta ellos llegaba ruido de ramas rotas y un ligero gruñido. Luego apareció en el sendero un extraño animal gigantesco, semejante a un oso, aunque con la cabeza estrecha y afilada y un largo rabo peludo.
- Es un oso hormiguero -murmuró el zoólogo-. Existen varias especies en América del Sur. Son muy pacíficos a pesar de su aspecto terrible y sus garras poderosas. Sin embargo, son mucho más pequeños que este ejemplar, que tiene más de dos metros de altura.
Mientras tanto, el oso hormiguero había advertido a los hombres que le cerraban el paso y se había parado, indeciso.
- Vamos a abandonar el sendero -susurró el zoólogo-. Que pase por delante de nosotros y así le examinaremos mejor.
Los cazadores se apartaron, ocultándose detrás de unos matorrales espesos. El animal permaneció unos instantes inmóvil, observando el bosque con desconfianza y luego avanzó lentamente, deteniéndose cada cinco o seis pasos para mirar a su alrededor. En uno de aquellos altos consiguió Pápochkin fotografiarlo de perfil; pero el chasquido del disparador asustó al oso hormiguero, que huyó contoneándose sobre sus gruesas patas, con la cola extendida horizontalmente. Desde el hocico hasta el extremo de la cola tendría por lo menos cuatro metros.
Al salir del bosque, los viajeros,.se encontraron al pie de la colina cuya falda ascendía suavemente. Kashtánov contemplaba decepcionado aquella vertiente uniforme que no le prometía ningún botín, mientras el botánico hallábase encantado de la abundancia de flores desconocidas que esmaltaban la hierba y se dedicó a recogerlas.. De pronto, el geólogo divisó al pie mismo de la colina un montículo redondo, bastante grande, cuyos flancos desnudos lanzaban destellos metálicos.
- ¡Por fin he encontrado también yo algo exclamó empuñando su martillo y dirigiéndose casi a la carrera hacia el montículo, en tanto Pápochkin se dedicaba a cazar un lagarto de tipo nuevo que se había refugiado sobre un arbolillo.
Cavando llegó al montículo, Kashtánov se detuvo sobrecogido: estaba completamente desnudo sin una brizna de hierba y toda su superficie se componía de placas hexagonales de color pardo ribeteadas de negro.
Asombrado, el geólogo intentó desprender un trozo de roca con el martillo, pero la herramienta resbaló sobre la superficie del montículo.
Con la esperanza de encontrar alguna grieta mayor en la cima del montículo, Kashtánov se puso a trepar a él, aunque no lo consiguió sal pronto porque si bien el montículo tenía únicamente tres metros de altura, sus flancos eran absolutamente lisos. Arriba se encontró con una roca igual de inatacable. Entonces, el geólogo sacó de su cinturón un gran -escoplo que introdujo en una grieta entre dos placas y se puso a clavarlo poco a poco a martillazos.
De repente una fuerte sacudida hizo caer al geólogo, que estaba arrodillado y sólo tuvo tiempo de agarrarse al escoplo para no rodar abajo del túmulo. Las sacudidas
- Pues yo creo que no era una tortuga, sino un gliptodonte, animal del orden de los armadillos, que vivieron sobre la tierra en la época pliocena del período terciario al mismo tiempo que los osos hormigueros enormes, bradipos gigantes, mastodontes y rinocerontes formidables. Los restos de estos animales abundan en América del Sur.
- Si precisamente hemos encontrado a un oso hormiguero gigante en el bosque -recordó Pápochkin.
- Ese encuentro es el que me ha sugerido la idea. Si en una zona más septentrional, cerca de la frontera de los hielos, hemos encontrado vivos a fósiles, como -el mamut, el rinoceronte de pelo larga, el toro primitivo el oso de las cavernas y el ciervo gigantesco, que habitaban la tierra al principio del período post-terciario, nada tiene de particular que más al Sur, aquí donde reina el calor, se hayan conservado formas de una época aun más antigua, del plioceno.
- Entonces, desarrollando su idea, conforme vayamos hacia el Sur debemos encontrar también una fauna más antigua, n sea, perteneciente a los períodos mioceno, eoceno, cretáceo y jurásico, ¿no es cierto? -preguntó el zoólogo con cierta desconfianza.
- No me chocaría nada -replicó Gromeko-. Desde que hemos descubierto este extraño mundo intraterrestre he dejado de sorprenderme de nada. Yo estoy dispuesto a saludar a iguanodones, a plesiosaurios, a pterodáctilos, a trilobites y otras maravillas paleontológicas.
- En ese caso, es una lástima que no hayamos matado al hormiguero y al gliptodonte. ¿Cómo vamos a demostrar su existencia? Ni siquiera he podido fotografiar al gliptodonte.
- Quizá volvamos a encontrarlos.
- A propósito, es hora ya de completar la provisión de carne -intervino Gromeko-. De lo contrario, no tendremos para mañana nada más que tocino.
Mientras hablaban, los cazadores ascendían lentamente la colina. Llegaron a la cresta, bordeada de una estrecha franja de arbustos bastante tupidos que, para gran alegría de Kashtánov, ocultaban pequeños filones de rocas. El geólogo puso inmediatamente en juega el martillo, pero Pápochkin, que se había deslizado por entre los arbustos, le detuvo exclamando:
- ¡No hagan ruido! En la otra vertiente hay toda una colonia de herbívoros.
Kashtánov dejó de martillear, se guardó en el bolsillo el trozo de roca arrancado y metióse por entre los matorrales, seguido de Gromeko.
En la vertiente meridional de la colina, todavía más suave, diferentes animales pacían tranquilamente. A proximidad de los exploradores había una familia de rinocerontes, muy distintos de los que viven en la India y en Africa, así como del rinoceronte de pelo largo. Eran unas bestias achaparradas, de patas bajas, más bien semejantes a hipopótamos pequeños. Pero Ira forma de la cabeza y el cuerno corto y grueso del macho traicionaba su raza. En lugar de cuernos, la hembra tenía una callosidad abultada. La cría, que jugueteaba junto a la madre, parecía una enorme salchicha. Para llegar hasta la ubre, se tendía en el suelo y se deslizaba de lado baja la panza de la madre que, al moverse, le aplastaba un poco, provocando disgustados gruñidos del pequeño.
Un poco más abajo pacía en la vertiente una manada de elefantes gigantescos. Después de observarlos can los prismáticos, Kashtánov declaró que debían ser mastodontes. Se diferenciaban de los mamuts por las defensas largas y rectas, la frente huidiza y el cuerpo más alargado.
Cerca de ellos andaban unos cuantos antílopes descomunales, can el pelaje amarillo pardo punteado de negro como el del leopardo y largos cuernos en forma de puñal. Se desplazaban a saltos porque tenían las patas traseras mucho más largas que las de delante. Al principio, Gromeka los había confundido con liebres gigantescas.
En el lindero del bosque había animales todavía más extraños, que se asemejaban en parte a las jirafas por el cuello muy largo y la cabeza coronada de pequeños cuernos yen parte a los camellos por el color parda y la forma algo chepuda. Una pareja de estos animales, en las que Kashtánov reconoció a los antepasados de la jirafa y del camello, andaba al borde del lindera arrancando sin dificultad ramitas y hojas a cuatro metros de altura.
La presa más interesante les parecieron a los cazadores los antílopes y las jirafas-camellos. Por eso se dividieron en tres grupos: Kashtánov dió un rodeo para acercarse a las jirafas-camellos, Pápochkin se dirigió hacia los antílopes en tanto Gromeko se disponía a fotografiar a los rinocerontes y los mastodontes.
Seducido por el aspecto del rinoceronte pequeño; que le pareció digno de la brocha, Gromeko abatió de un disparo a le cría cuando más descuidada estaba. Los padres, en lugar de huir como esperaba el cazador, olfatearon el cadáver y luego se lanzaron con gruñidos feroces sobre el botánico, que había tenido la imprudencia de asomarse al borde del soto. Volvió a ocultarse entre los matorrales y apenas se había apartado un poco cuando, en el sitio donde se encontraba paco antes, se escuchó un formidable crujido de ramas y los dos rinocerontes, pisoteando los matorrales y arrojándolos a un lado y otro con los hocicos, aparecieron en la alta de la cresta y continuaron su camino. Pero, al advertir que su enemiga había desaparecido, dieron media vuelta y lanzáronse hacia el lugar donde las ramas estremecidas traicionaban la presencia del cazador.
En ese momento, Pápochkin hizo un disparo cerca de los antílopes y toda el rebaño remontó corriendo la vertiente. El mismo camino siguieron los mastodontes, enarbolando las trompas y emitiendo bramidos inquietos. La situación de Gromeko se hacía crítica: de un lado, tenía que vigilar a los rinocerontes y rehuirlos yendo y viniendo por entre los matorrales; de otra parte, le acechaba el peligro de ser pisoteado por los antílopes y los mastodontes. Pero el botánica tuvo una idea feliz. Al ver que los antílopes y los mastodontes subían por lados distintas, aunque convergiendo en el mismo punto de la cresta, dejó de ir y venir para evitar ¡os rinocerontes y descendió corriendo la cuesta entre los antílopes y los mastodontes, calculando que unos u otros detendrían a sus perseguidores. El cálculo era justo: después de atravesar los matorrales, los rinocerontes furiosos chocaron, uno con los mastodontes y el otro con los antílopes. En la barahunda que se produjo, el primero fué derribado y pisoteado mientras el segundo espantó a los antílopes y luego corrió tras ellos. Gromeko quedó vencedor en el campo de batalla.
Cuando recobró el aliento después de aquella carrera enloquecida, volvió a subir hacia los matorrales, encontró la escopeta abandonada durante su fuga y se puso a buscar su presa, el rinoceronte pequeño por culpa del cual le había ocurrido todo, aquello. Lo descubrió fácilmente porque el cadáver, redondo como un tonel, se veía desde lejos entre la hierba pisoteada. Gromeko se unió luego a sus compañeros y, cargados de pieles, de cráneos y de carne, volvieran hacia el campamento donde Makshéiev sentíase ya inquieto de su larga ausencia. Aunque sin moverse de allí, también él había cazado: unja fiera que se acercaba furtivamente.a la tienda, sin duda con el propósito de devorar a Genenal y que, en vez de ello, se había ganado una bala. Era un animal semejante al lobo, pero con La cabeza voluminosa, el cuerpo de un felino y una melena bastante larga sobre la cabeza y el cuello. Kashtánov declaró que debía ser el antepasado pliociénico de los lobos contemporáneos.
Capítulo XXIII
PLUTON SE EXTINGUE
Estando dedicados.a ello advirtieron que la luz bajaba y se tornaba más roja que de costumbre. Al levantar la cabeza buscando las causas de aquel fenómeno, constataron que el cíele estaba despejado, pero que Plutón lanzaba una luz opaca y que una multitud de grandes manchas oscuras salpicaban una mitad del disco.
Al mismo tiempo que descendía la luz, disminuyó la temperatura, que aquel día había llegado a 28° a la sombra. Esto último hubiera sido causa de alegría si lo primero no hubiese inspirado cierta alarma.
- ¿Y si Plutón se extingue ahora definitivamente? -preguntó Gromeko, ya que durante la cena constataron que la luz seguía decayendo y aumentaba el número de manchas oscuras en el disco.
- Podemos encontrarnos de pronto en una oscuridad absoluta a la que siga inevitablemente el frío polar? -preguntó Pápochkin.
- ¡Pero si nos hemos dejado la ropa de abrigo, allá al Norte, en la yurta -exclamó Makshéiev.
- Yo calculo que.se trata de un fenómeno pasajero -declaró Kashtánov-. A juzgar por la luz rojiza y la abundancia de manchas oscuras, Plutón se encuentra efectivamente en la última fase de combustión. Pero este período puede prolongarse aún centenares y miles de paños. Hay estrellas análogas a Plutón observadas en el espacio celeste que a veces sufren eclipses momentáneos, se extinguen casi y vuelven a encenderse. Las reservas de calor que contiene su masa son todavía muy grandes y la corteza, que se forma en su superficie consecuencia del enfriamiento y da origen a las manchas oscuras que vemos, revienta muchas veces y se disuelve bajo los efectos de ese calar. La extinción, de un astro no puede producirse de golpe.
- ¿Y si Plutón deja de arder par falta de oxígeno? Porque es probable que el oxigena que consume proviene de la.atmósfera de nuestro planeta aspirada por el orificio polar.
- Me parece muy dudoso ya que, en los millones de años de su combustión, Plutón habría debido consumir todo -el oxígeno de nuestra atmósfera y los habitantes de lea tierna se habrían asfixiado en el nitrógeno. Los procesos de combustión de los cuerpos celestes luminosos permanecen todavía demasiado ignorados de nosotras y quizá se desenvuelvan de manera distinta a lo que observamos en la tierra. Es posible que el oxígeno vuelva a formarse en ellos como producto de la desintegración de otros elementos químicos. Las recientes descubrimientos sobre las transformaciones del radio nos obligan a cambiar de punto de vista acerca de la estabilidad de estos elementos, antes considerados como verdad irrefutable.
- En fin, como decía Hamlet, "amigo Horacio, en la Tierra hay todavía muchas cosas que no conocen nuestros filósofos". Nuestro viaje por Plutonio confirma cada día la fuste.a de esta máxima -declaró Gromeko y luego propuso acostarse aprovechando la oscuridad y el descenso de la temperatura.
El reino animal del bosque también notaba que algo insólita ocurría en la naturaleza. Las aves se habían callado y a sus gorjeas y su canto sucedían los gritos inquietos de diferentes animales. En algunos momentos General se ponía a aullar levantando la cabeza.
Pero los viajeros, que habían encendida una hoguera delante de la tienda, durmieran profundamente, sin hacer ningún -caso de aquellas sonidos, mucho más tiempo que de costumbre.
Paco a poco fueron despertándose, aunque la oscuridad seguía siendo la misma. Todo estaba envuelto en un crepúsculo rojizo y el disco de Plutón tan cubierto de manchas oscuras que su luz perdía las nueve décimas partes de su fuerza. Con Raquel alumbrada, las hojas y la hierba parecían casi negras, lo mismo que el cielo. En torna reinaba un silencio profundo: ni las aves, ni los animales ni las insectos daban señales de vida y solamente los soplas de la brisa agitaban a veces la enramada. Aquel silencio tenía algo lúgubre.
Después de consultarse decidieron que sería peligroso navegar en las tinieblas por un río desconocido entre las murallas de un bosque lleno de diferentes fieras que podrían atacar a las viajeros. Era fácil tropezar con un bajío o con alguna raíz, cosa de gran peligro para las lanchas de lana.
- Pero, ¿y si el crepúsculo dura semanas o meses enteros? -preguntó Gromeko-. ¿Vamos a quedarnos aquí sin movernos? Los víveres que tenemos sólo bastan para tres o cuatro días.
- ¡Qué cosas se le ocurren! -replicó Kashtánov-. Siempre llega usted a las conclusiones más tristes. Vamos a esperar un par de días y luego veremos si nos conviene seguir el viaje o volvernos.
- Y mientras tanto nos dedicaremos ¡a reparar las barcas, a construir una balsa y a otras labores domésticas
-propuso Makshéiev-. Las embarcaciones dejan ya entrar el agua.
Todos aprobaren la prepuesta y, a la luz de la hoguera, pusieron manos a la obra. Repararon las barcas y cortaran algunos grandes bambús que crecían cerca del campamento. Este trabaje; exigió bastante tiempo porque las viajeros disponían sólo de una pequeña sierra de mano. Luego arrancaron las ramas de los troncos que serraron en trozos del mismo largo que las lanchas, haciendo con ellos una balsa de metro y medio da ancho que debía navegar entre las dos embarcaciones. Se destinaba la balsa a transportar los objetos más voluminosos, recubiertos con pieles. Las embarcaciones y la balsa formaban un conjunto sólido, ligero y bastante fácil de manejar.
Estos trabajos ocuparan la jornada entera. Las obserbaciones hechas entre tanto demostraron que el número y las dimensiones de las manchas oscuras del disco de Plutón no habían disminuido, pero tampoco habían aumentado. Los exploradores se acostaron temprano. Una pequeña hoguera quedó encendida junto.a la tienda. General estaba tendido a la entrada de la tienda y los cuatro hombres tenían el propósito de dormir apaciblemente, levantándose sólo de vez en cuando pana alimentar el fuego.
Sin embarga, estas esperanzas quedaron frustradas. En cuanto se estableció el silencia dentro de la tienda se empezaron a escuchar roces en la espesura que les rodeaba. Alerta, General gruñía. Los roces cesaban y el perro se tranquilizaba. Otra vez ,se escucharon los roces como si algún animal rondase por los matorrales alrededor del campamento, acechando una presa pero sin atreverse a salir. Para no estar todos alerta, decidieron montar la guardia por turna, y fué Pápochkin quien primero se sentó junta ala hoguera, con una escopeta. Los roces se acercaban unas veces y se alejaban otras, y el zoólogo se habituó tanto a ellos que se quedó profundamente dormido.
El fuego iba extinguiédose y la hoguera quedó convertida en un montón de brasas.
Súbitamente, el perro se puso a ladrar frenético. Pápochkin se despertó y vió, al borde del calvero, un ,animal grande semejante a un león aunque con la melena más corta. De sus fauces entreabiertas asomaban colmillos perecidos a los del tigre macairodo El ,animal, inmóvil, parecía indeciso y, General ladrando frenéticamente, se replegaba con el rabo entre las piernas detrás de la hoguera, hacia la tienda.
El zoólogo se rehizo en seguida, levantó lea escopeta y disparó contra el animal que se encontraba a unos. veinte pasos. La bala le pegó en el pecho, pero la fiera tuvo todavía fuerzas para saltar. Cayó entre las brasas, se quemó el vientre y rodó hacia la tienda. Pegó con una.de las patas traseras contra la loma, que desgarró de arriba abajo, y enganchó las botas de Makshéiev, colocadas a su cabecera. Una pata de delante, contraída convulsivamente, estuvo a punta de pegarle a Kashtánov en la cara, rompió el reloj de bolsillo colocado en el gorro sobre el suelo y redujo el gorro a pedazos. General, encogido ala entrada de la tienda, fué lanzado al interior de otro zarpazo que le costó unas cuantos arañazos y cayó pesadamente sobre Gromeko, que dormía con sueño apacible en el fondo de la tienda.
Fué una barahunda indescriptible. Junto.a la tienda, en lea penumbra, un cuerpo enorme se estremecía y rugía y bajo sus golpes quedaba hecha jirones la tela de la tienda. Al fondo.de la tienda Gromeko luchaba can General, que intentaba ocultarse detrás de él y al que el botánico había confundido con alguna fiera. Kashtánov buscaba inútilmente las cerillas, que había dejado en el gorro con el reloj, y no encontraba el gorro. Desde fuera, Pápochkin gritaba:
- Salgan pronto por la parte trasera. Es un león, y no pueda rematarlo por miedo a herirles a ustedes.
El animal se inmovilizó al fin con un última estremecimiento de las patas; Makshéiev encontró una caja de cerillas y encendió una vela; Gromeko soltó a General y los tres, medio desnudos y asustados, salieron ¡a rastras levantando la parte trasera de la tienda y miraron a su alrededor. Empezaron las explicaciones junto.al fuego apagada. Pápochkin hube de confesar que se había quedado dormido, dejando morir la hoguera, lo que había permitido ,acercarse a la fiera.
El animal muerto era un león macairodo, aunque por su constitución se pareciese también a un oso. Unicamente la forma.de la cabeza y de las garras traicionaban su pertenencia a los félidos. La corta melena era casi negra, el pelo, amarillo pardusco y la cola, sin borla. Las gorras de las patas poderosas correspondían a los terribles colmillos de la mandíbula superior. La tienda exigía serías reparaciones, lo mismo que las botas de Makshéiev. Sólo sal cabo de largas búsquedas se encontró en un rincón de la tienda el reloj de Kiashtánov hecho una oblea y, con él, el gorro en jirones y el cerillera aplastado.
Gromeko hizo salir a General, todavía tembloroso, y le examinó y se lavó las heridas. Luego apartaron el cadáver del león hacia un lado y decidieron continuar el sueña interrumpida. Makshéiev se quedó de guardia, y el resto de la noche transcurrió sin novedad. A le mañana siguiente, las tinieblas parecían memos profundas y las manchas del disco de Platón habían disminuido en número y en tamaño. Los viajeros optaron por esperar todavía un poco, y se pusieron a reparar la tienda, a medir al león muerta y a desollarlo. El tiempo había esclarecido ¡a la hora de lea comida y, algo más tarde, como si hubiera recobrada fuerzas, devoró la mayoría de las manchas que cubrían su disco y lanzó una luz que pareció muy brillante después de cuarenta horas de tinieblas.
Los exploradores recogieron rápidamente sus afectas, que cargaron en las lanchas y la balsa, y reanudaron El viaje, aunque más despacio, porque la embarcación no era bastante ágil y exigía remar con energía. El relieve empezó a cambiar hacia el final de aquella jornada: las colinas de las orillas fueron perdiendo altura, hasta desaparecer enteramente El bosque y la espesura impenetrable habían dejado sitio a una vasta estepa salpicada de sotos donde dominaba el baobab gigante. Sólo las orillas estaban bordeadas de una estrecha franja de exuberante vegetación compuesta de palmeras, bambús y lianas donde se veían aves y grandes monos de diferentes especies. Rebaños de antílopes variados, de mastodontes, de rinocerontes, de jirafas-camellos, de jirafas sin cuernos y de caballos primitivas pacían en la estepa. Cerca del río, en la espesura, había tigres, hipopótamos y ciervos.
Capítulo XXIV
REPTILES MONSTRUOSOS Y PAJAROS DENTADOS
Después de la cena rompieron la calma unos ruidos que llegaban desde la margen opuesta del río: largos gritos que recordaban el rumor de una multitud humana y a veces eran cubiertos por ladridos entrecortados y aullidos.
De la espesura desembocó, rompiendo los juncos y apianando los arbustos, un pequeño rebaño de cuadrúpedos con pelaje rojizo salpicado de blanco, que se lanzaron al agua y nadaron hacia la isla. Tras ellos salió una jauría de animales abigarrados. Entre aullidos y ladridos, también se metieron en el agua, tratando de dar alcance a uno de los primeros que, sin duda extenuado, se que daba atrás.
A los pocos minutos, los animales perseguidos llegaron a la isla y desfilaron al galope cerca de la tienda. Parecían caballos, aunque no tenían apenas crines.
El último también logró llegar a la orilla antes que los carniceros, pero trepó difícilmente la cuesta y, arriba, fué rodeada por sus perseguidores, que aullaban y ladraban. Reuniendo sus últimas fuerzas, coceaba y mordía; sin embargo, aquella lucha desigual con una docena de enemigos no podía durar mucho. Los carniceros evitaban las golpes, pero, no rompían al cerco, esperando a que estuviera completamente agotado.
Intervinieron los hombres: tres disparos hechos contra la jauría abatieran a dos animales y pusieron en fuga a los demás. Pero la víctima, extenuada, no, podía ya gozar de su inesperada salvación. Agonizaba cuando los viajeros se aproximaron. Tenía en el cuello una enorme herida, abierta probablemente por los dientes de un carnicero en el primer ataque al rebaño y causa de la debilidad de la víctima, que había ido desangrándose en la carrera.
El examen de los carniceros muertos demostró a los cazadores que pertenecían.a la clase de los mamíferos primitivos.
Tenían el tamaño de un lobo de Siberia, aunque su cuerpo, así coma el rabo larga y fino, recordaban más bien el género de los félidos. El pelaje era, en el lomo y los flancos, de color parda con hayas transversales amarillas y también amarillo en el vientre. Las dientes, casi todos iguales, tenían aspecto de colmillos.
La víctima de los carniceros sólo merecía,.con grandes reservas, el nombre de caballo Del tamaño de un asno fuerte, aunque más gracioso, tenía unas patas finas terminadas en cascas de cuatro dedos y no de uno como los caballos de verdad. Además, tres se hallaban en estado embrionario y sólo el del centro tenía el desarrollo normal.
Al examinar aquel extraño Caballo, Kashtánov y Pápochkin llegaron a la conclusión de que se hallaban cante un caballo primitivo, antepasado de los caballos contemporáneos y más semejante a un guanaco de América.
Al día siguiente continuó la región esteparia, verdadera sabana o pradera de alta hierba, con sotos y grupos de arbustos y árboles en las márgenes del río apacible y de las numerosas islas. En una de las islas más grandes los viajeros vieron un rebaño de titanoterios, animales intermedios del hipopótamo y el rinoceronte.
Los viajeros quisieron atracar un poco más abajo, entre unos matorrales, para deslizarse hasta los titanoterios y apoderarse de uno de ellos, pero se encontraron con un animal más curioso todavía, representante de los más antiguos paquidermos: un rinoceronte de cuatro cuernos que bebía con las patas de delante metidas en el río. Cuando la balsa se acercó a él, levantó su cabeza monstruosa y abrió una boca enorme como si quisiera, tragarse a visitantes importunos o, por lo menas; escupirles. De la mandíbula superior salían dos largos, colmillos amarillentos; entre los ojos se alzaban dos cuernos pequeñas divergentes y detrás de las orejas asomaban dos cuernos más, romos, parecidos a muñones.
Pero mientras los exploradores atracaron y cruzaron. sin ruido la espesura par a fotografiarlo, Raquel interesante animal había abandonado ya la margen y se alejaba trotando pesadamente. Kashtánov y Pápochkin le siguieron esperando que se detendría y entonces vieron en un clara vecina a un animal gigantesco que arrancaban las hojas de un árbol enorme a una altura de cinco metros. Por la silueta y el color de la piel parecía un elefante cuyo lomo se alzara a cuatro metros del suelo, pero la cabeza y el cuello larga se diferenciaban mucho de los de un elefante: la cabeza, pequeña comparada a la masa del cuerpo, recordaba la cabeza de un tapir con el labio superior alargado que servía al animal pana arrancar rápidamente las hojas por ramilletes.
- ¡qué monstruo! -murmuró Pápochkin-. Tiene cuerpo de paquidermo, cuello de caballo, cabeza de tapir y hábitos de jirafa.
- Pienso -observó Kashtánov- que hemos tenido la suerte de ver a un ejemplar raro del orden de los rinocerontes sin cuernos, cuyos restos se han descubierto recientemente en el Beluchistán, por lo cual este coloso -el mayor de los mamíferos terrestres- he recibido el nombre de beluchisterío. Vivió a finales del oligóceno o principios del mioceno.
- ¡Es efectivamente un coloso! -dijo el zoólogo admirado-. Me parece que podría pasar por debajo de su vientre sin inclinarme y doblando únicamente un poco la cabeza.
- Si se colocara junto a él a un rinoceronte indio adulto tampoco le llegaría con el lomo más arriba del vientre y podría pesar por cría suya.
-Es una lástima que no podamos colocarnos junto a él al retratarlo para la comparación -dijo Pápachkin manipulando el aparato-. Aunque parece un animal inofensivo, yo no me atrevería a acercarme: sin querer le puede a uno partir los huesos de una patada.
- Fotografíe usted el árbol sal misma tiempo que el animal, y después determinamos la altura del primero.
Los observadores aguardaron a que el beluchisterio se apartase un paco para calcular por medio de una brújula con alidada la altura del árbol. Luego midieron las huellas de las patas del animal que, comparadas a su talla, no eran muy grandes.
Al finalizar aquella jornada advirtieron en la orilla de una gran isla a una pareja de corifodones, grandes paquidermos que, por la forma del cuerpo, se asemejaban al titanoterio.
Al divisar la balsa, el macho levantó la cabeza y abrió unas fauces enormes en cada una de cuyas mandíbulas apuntaban dos colmillos bastante largos y agudos.
No fué posible desembarcar en la isla para la caza porque, poco más abajo, un carnicero grande estaba devorando alguna presa junto a la orilla. Al ver las embarcaciones se incorporó con un rugido feroz.
Tenía el cuerpo muy grande sobre unas patas cortas y bastante finas, el hocico alargada como el de un galgo y, por el tamaño, alcanzaba las dimensiones de un tigre grande. Los viajeros no se decidieron.a acercarse a él.
O sea, que aquel día no lograron cazar a ninguno de estas animales desconocidos.
Al día siguiente en las márgenes del río y en las orillas vieron caballos, titanoterios, rinocerontes de cuatro cuernos, antílopes, creodonos carniceros y otros animales. El aspecto general de la fauna, según Kashtánov, la ha- remontar sal terciario inferior.
Después del :almuerzo, los exploradores desembarca- para realizar una excursión al interior de la estepa a fin de ver el carácter que tenía lejos del río.
Cerca de uno de los lagos encontraron a un animalque llamó particularmente su atención. Igual que los demás herbívoros pacía tranquilamente la hierba jugosa.
Esta circunstancia tranquilizó a los cazadores, que habían empuñado ya sus escopetas, cuando, sal atravesar los arbustos para llegar a la orilla del lago, descubrieron de pronto aquel monstruo. Incluso General, ya acostumbrada a los animales extraordinarios, y que distinguía a la perfección las carniceros de las herbívoros, manifestó un gran susto y buscó auxilio, gruñendo, junto a las piernas de Makshéiev.
- ¡Qué monstruo, pero qué monstruo! -murmuraba Gromeko contemplando, igual que sus compañeras, aquel animal extraordinario que avanzaba lentamente como una colina a lo largo de la orilla del lago, devorando la hierba y los arbustos.
- ¿Qué será? -preguntó Pápochkin.
- Debe ser un triceratops, de la especie de los dinosaurios -contestó Kashtánov-, a las que pertenecieron diferentes reptiles gigantes.
- Pero es un reptil? ¿Acaso ha habido reptiles astados? -preguntó Makshéiev.
- El grupo de los dinosaurios ofrece formas muy variadas de reptiles grandes y pequeños, tanta carniceros como herbívoros, que vivieron entre el triásico y el cretáceo.
- ¡De manera que nos encontramos ya en el triásico! -exclamó Pápochkin-. Y cuanto más avancemos río abajo más monstruos de éstos hemos de encontrar.
-- Sólo pido que sean tan inofensivos como éste -observó Gromeko-. Porque no debe tener ninguna gracia encontrarse con un animal carnicero de estas dimensiones. Nos haría pedazos antes.de que tuviésemos tiempo de disparar.
- Los animales grandes suelen ser torpotes -objetó Kashtánov-. A mi entender el tigre macairodo es más peligroso que estos gigantes.
- Habría que hacerle levantar la cabeza -dijo Pápochkin-. O hacerle salir a un sitio más despejado. Le he hecho ya das fotografías, pero en ninguna se ve el hocico ni las patas.
- ¿Y si le disparamos un tiro? -propuso Makshéiev;
- No, porque huirá asustado a se lanzará sobre nosotros. Me parece que ni con una bala explosiva se le podría abatir fácilmente.
- ¡Vamos a azuzarle a General!
Costó mucho trabajo convencer al perro, que gruñía tembloroso, de que atacase.al monstruo. Por fin corrió a él con ladridos feroces aunque deteniéndose a prudente distancia. El efecto del ataque del perro fué absolutemente inesperado. El monstruo se tiró al lago levantando enormes surtidores de ,agua, y desapareció entre el cieno removido.
Todas estallaron en carcajadas al ver.aquella fuga vergonzosa. Muy orgulloso de su victoria, General corrió
Después de haberlo examinado, Kashtánov dijo que debía ser un hesperornis, ave dentada del cretáceo que, por la estructura del cuerpo, se asimilaba a los pingüinos contemporáneos. Las alas, en estado embrionario, se disimulaban por entero en un plumaje de aspecto piloso.
Capítulo XXV
UN CINTURON DE PANTANOS Y LAGOS
Sorprendidos por aquel hermoso cuadro, los exploradores dejaron de remar. Las embarcaciones flotaban lentamente río abajo y los remeros admiraban aquel espectáculo. Pápochkin buscó un cazamariposas y, después de varios intentos, capturó a una de las libélulas. Pero cuando iba a sacarla de la red le mordió tan dolorosamente un dedo que, desconcertado, el zoólogo la dejó escapar.
La tupida cortina verde que bordeaba las orillas no les dejaba atracar y, cansados por le larga jornada, los viajeros buscaban en vano con la mirada algún lugar despejado para acampar.
El hambre empezaba a molestarles, pero los muros de colas de caballo iban haciéndose más espesos.
- ¡Nos debíamos haber detenido al final de la estepa! -dijo Gromeko.
- Otra vez lo haremos mejor -replicó Makshléiev riendo.
Los kilómetros se sucedían sin que apareciese el menor claro en la vegetación. Por fin, en un recodo del río, apareció en la margen izquierda una franja verde más baja. Se adentraba en el agua una lengua de tierra, larga y estrecha, rematada por un banco de arena, en la que sólo crecían colas de caballo. A falta de otra cosa, decidieron detenerse allí y acondicionar una pequeña superficie para el campamento. Después de resguardar las embarcaciones en una pequeña ensenada entre le lengua de tierra y la orilla, los viajeros empuñaron sus cuchillos de caza y se pusieron a luchar con las colas de caballo. Resultó una labor difícil porque los tallos gruesos, endurecidos por el abundante sílice que contenían, resistían a los tajos, y, aun después de cortados, dejaban unos tallos punzantes en los que era imposible sentarse o acostarse.
- Vamos a probar a arrancarlos de cuajo -propuso el botánico-. No creo que estén muy arraigados en este suelo blando del río.
El consejo era bueno: las colas de caballo se arrancaban sin dificultad y, al cabo de media hora, los viajeros habían dejado limpio el terreno necesario para la tienda de campaña y la hoguera. Pero se encontraron con que no podían encender fuego porque las colas de caballo estaban verdes y no urdían. Veíanse imposibilitados no sólo para hacerse la cena, sino incluso para hervir el agua del té Además, de entre las colas de caballo se habían alzado enjambres de mosquitos de veinte milímetros de longitud que sólo hubieran podido ser ahuyentados por el humo de la hoguera.
- Ahora que me acuerdo -dijo Gromeko-, he vista aquí muy cerca, antes de desembarcar, un tronco seco que asomaba entre la maleza. ¡Hay que traerlo!
Armados de hachas y cuerdas, Gromeko y Makshéiev desengancharon una de las lanchas y remontaron el rico. unos cien o doscientos pasos del campamento un grueso tronco seco con algunas ramas asomaba por encima de los matorrales verdes; pero crecía a tal altura sobre la margen que era imposible alcanzarle con la mano ni con el hacha.
- Habría que enganchar la cuerda en alguna de las ramas para ver si se parte -opinó Makshéiev.
Grometo retuvo la lancha agarrándose.a las colas de caballa. Makshéiev arrojó la cuerda a una gruesa rama y empezó a tirar de ella. La rama no se rompía, pero el árbol entero empezó a crujir.
- Suelte la lancha y ayúdeme a tirar -pidió a su compañero.
Ahora los dos tiraban de la cuerda, de pie en la frágil embarcación. El árbol se desplomó, golpeando en la proa de la barca, que empezó a sumergirse bajo su peso. Gromeko sólo tuvo tiempo de agarrarse a las colas de caballo y atraer hacia ellas la popa de la barca, cuya proa había desaparecido ya bajo el agua.
- ¡Sí que estamos bien! ¿Qué hacemos ahora? -exclamó Makshéiev.
Hallábanse los dos en la popa, con los pies metidos en el agua, agarrándose con una mano a las colas de caballo y reteniendo con la otra lo cuerda para que el desdichado árbol no se fuera a la deriva.
- Como no podemos salir a la orilla ni tenemos nada para achicar el agua, no nos queda más remedio que pedir auxilio -contestó Gromeko.
Las dos se pusieron a gritar. Nadie les contestaba al principio, pero luego se escuchó la voz de Kashtánov preguntando lo que había ocurrido.
- Vengan con un cubo. Senas hunde la barca.
- ¡Ahora voy! -contestó Kashtánov.
En esto, junto.a la proa hundida, emergió del agua urna enorme cabeza de color verde pardusco, hocico corto y ancho y ajillos pequeños bajo un cráneo aplastado. El ,animal estuvo algún tiempo contemplando a los hombres sobrecogidos por la sorpresa y luego, abriendo una boca plantada de varias hileras de dientes agudos, se puso a trepar a la embarcación, que se hundió más todavía bajo su peso. Apareció un cuello corto y grueso, luego parte del cuerpo lisa. Las garras de las anchas patas delanteras se aferraron al borde de la barca. Al marcharse en busca de leña tan cerca del campamento, los cazadores no se habían llevado las escopetas y ahora se encontraban desarmados frente a un reptil de raza desconocida pero seguramente carnicero y fuerte. Las hachas se habían quedado en la proa y ahora se hallaban en el agua, bajo las patas del enemigo.
- Ate usted pronto el cuchillo al mango de un remo mientras yo trato de contener a este monstruo con el otro
-gritó Makshéiev.
Sacó el cuchillo, que agarró entre los dientes, y luego, empuñando el remo, hundió con todas sus fuerzas la pala en la boca entreabierta del animal que, sobrecogido por aquel fuerte golpe contra el paladar y la lengua, apretó las mandíbulas. Luego se oyó un chasquido. Los dientes agudos desmenuzaban la madera y atacaban ya el borde de hojalata. Makshéiev continuó hundiendo el remo en las fauces, pero el pala disminuía porque el animal no dejaba de triturarlo para escupir luego las astillas teñidas de sangre.
Entretanto, Gromeko, que había tenido tiempo de atar su cuchilla de caza con las correas de las botas al mango
del segundo remo, acercóse por detrás de Makshéiev y hundió aquella lanza improvisada en un ojo del monstruo.
Enloquecido de dolor, el animal dió un salto de lado, arrancó el remo de manos de Makshéiev y desapareció en el agua, mostrando por un instante su lomo ancho, de color pardo verdoso, con una doble hilera de escamas a lo largo y una cola corta y gruesa que golpeó en el agua con tanta fuerza que ambos cazadores quedaron empapados de pies a cabeza.
Apartada de la orilla por el movimiento del monstruo, la lancha se hundió definitivamente en el agua.
Kashtánov, que acudía en auxilio de sus compañeros, se encontraba ya cerca del lugar del suceso. Al desembocar del recodo vió la tromba de agua levantada por el monstruo, pera sin comprender lo que ocurría. El árbol seco pasó por su lado, apareciendo y sumergiéndose al capricho de las olas. Creyendo que se trataba de un cocodrilo, el remero iba a golpearlo con su bichero cuando Gromeko, que no quería perder aquel botín lograda la costa de tantos esfuerzos, gritó:
- ¡El tronco! ¡Agarre el tronco, que es nuestro combustible!
Kashtánov enganchó el árbol con el bichero y, remolcándolo, llegó por fin hasta donde estaban sus camiaradas metidos en el agua hasta la cintura.
Después de algunos esfuerzos, lograron sacar la barca, achicaron el agua y volvieron con su botín hacia la tienda donde Pápochkin luchaba desesperadamente contra los mosquitos. En cuanto a General, se había refugiado metiéndose en el agua hasta las orejas.
Una vez el tronco en tierra, hicieron pastillas y pronto crepitaba una alegre hoguera. Las colas de caballo que echaron encima despidieren un humo tan intenso que los mosquitos desaparecieron al instante y Makshéiev y Gromeko, que estaban secándose junto al fuego, empezaron a llorar a lágrima viva.
Después de haber escuchado el relato acerca del ataque del monstruo acuático, Kashtánov opinó:
- Debía ser un reptil de algún grupo desaparecido de nuestro planeta al principio del terciario.
- ¿Un ictiosauro? -preguntó Makshéiev, que toda vía recordaba algo del curso de paleontología -estudiado en la Facultad de Minas.
- No, por lo que ustedes cuentan no es esa. El ictiasiaurio era mucha más grande. Tenía la cabeza de otra forma y vivía en una época anterior, en la jurásica. El amigo ese se parece más bien a un cocodrilo pequeño del cretácea.
Pápochkin hizo observar:
- Además, no se habrían desembarazado tan fácilmente de un ictiosaurio. En cuanto al plesiosaurio, tenía el cuello más largo que un remo y no le habría costado ningún trabajo agarrarles a ustedes desde el agua sin, subir a la lancha.
- Es de suponer que. con el tiempo, también encontraremos a esos reptiles enormes -dijo Kashtánov-, ya que, ¡a medida que descendemos el río, :aparecen representantes de una fauna más antigua. Ahora nos encontramos en el cretáceo medio o incluso inferior.
- En efecto, tanta la flora como la fauna son cada día más distintas a lo que estamos acostumbrados a ver en la superficie de la tierra -añadió Gromeko-. Coma el cambio es gradual, no nos damos siempre cuenta. Pero fijándose bien, puede verse que todo lo que nos rodeó es nuevo: ha desaparecido una multitud de árboles de hoja, de flores, de cereales; ahora dominan las palmeras, las ciperáceas y las fanerógamas y también hay numerosas criptógramas.
- Este reina subterráneo nos reserva todavía muchas sorpresas, y debemos ser más precavidos. ¡Ni un paso sin escopetas y balas explosivas!
- Ya opino -declaró Gromeko- que sólo debemos descansar un poco mientras se hace la cena y continuar luego el camino hasta encontrar un sitio mejor. Para alimentar una hoguera que nos proteja de las fieras no tenemos leña bastante.
A todos les pareció bien la propuesta. Sacaron a la orilla la barca de la aventura para ponerla a secar y repararla, cenaron, durmieron un par de horas en torno al fuego y reanudaron la navegación llevándose el resto de la leña. Durante dos horas continuaron las mismas malezas impenetrables, bordeadas de juncos y colas de caballo. En los remansos, los peces se agitaban o saltaban fuera del agua como perseguidos y a veces se veía surgir por un instante tras ellos el repulsivo hocico de un reptil con la boca abierta, después de lo cual los remolinos y los círculos que se formaban en la superficie decían que un cuerpo voluminosa se había sumergida rápidamente. Las libélulas interrumpían por momentos sus despreocupados aleteos y se dispersaban en todas direcciones, ocultándose entre las hojas y los juncos, para huir de un gran pájaro azul de pico enorme que irrumpía de pronto ruidosamente y cazaba al vuelo los insectos menos ágiles.
Las murallas verdes empezaran por fin a apartarse, el curso del ría se hizo más lento y la capa de agua se extendió en anchura: el río se convertía en lago salpicado de islas, una de las cuales llamó la atención de los viajeros. La mitad estaba ocupada por un alto y tupido bosque y el resto era un claro bastante amplio con árboles aislados, algunos de los cuales estaban secos. Los exploradores desembarcaron en seguida allí.
Tapizaba el prado una hierba baja y áspera que, una vez observada, resultó ser una especie de licopodio. Encontrábase el prado en la parte alta de la isla y el viento soplaba río abajo. Por ello, y porque el combustible abundaba, los cuatro hombres decidieron encender unas cuantas grandes hogueras en el lindero a fin de ahuyentar a todas las fieras y poder dormir tranquilos.
Cuando los fuegos empezaron a crepitar, los remolinos de humo penetraron en 1a espesura, expulsando de ella a avecillas e insectos, algunos de los cuales caían sofocados y proporcionaron al zoólogo una interesante colección de especies desconocidas. Luego desembocó en la pradera un extraño y horrible animal muy parecida a un puerco espín, pero tenía el tamaño de un buey grande y púas de alrededor de un metro de largo.
Erizado y convertido en una especie de enorme bola punzante, el animal pasó cerca de las hombres pasmadas y desapareció entre los juncos.
Tras él surgió a saltas de la espesura un animal con aspecto de carnicero. Tenía el pelaje cobrizo, cabeza de gato, una cola bastante larga y gruesa, patas cortas y el hocico romo que dejaba ver unos dientes agudas. Su aspecto le hacía parecerse a una nutria grande -de casi dos metros de largo-, diferenciándose de ella tan sólo por las orejas más prominentes y una melena corta. Aunque no parecía tener la intención de atacar a los exploradores y se deslizaba hacia el agua a lo largo del lindero, su aspecto interesó tanto a Kashtánov que abatió al animal de un tiro certero.
El animal era efectivamente curioso. No tenía incisivos aplastados ni muelas erizadas de tubérculos como las fieras de épocas más recientes. Todos los dientes eran más o menos cónicos, como los de las reptiles. Sólo que las de delante, que hacían las veces de incisivos, eran algo más pequeños y aplastados que los demás, los de atrás eran mayores y los colmillos, mucho más fuertes, destacaban en ambas mandíbulas, sobre toda en la de arriba.
- Aquí tienen ustedes una muestra interesante de mamífero primitivo que posee todavía una dentadura de reptil, pero que ofrece ya un esbozo de la diferenciación que se desarrollará en otros períodos -dijo el geólogo.
Ningún otro animal salía del bosque y los viajeros pudieron entregarse, al fin, a un descanso bien merecido aunque, naturalmente, turnándose en la guardia para alimentar los fuegos que les protegían de los insectos. Gracias a ello, su sueño fué tranquilo.
Durante la jornada siguiente la región conservó el mismo carácter que la víspera a última hora. El río se había convertido definitivamente en lago con multitud de islas.
La corriente no se notaba apenas, y había que remar casi constantemente. Sobre el agua y el bosque volaban libélulas de colores y enormes escarabajos astados que llegaban a medir treinta centímetros de largo, así como mariposas cada una de cuyas alas hubiera podido cubrir la mano de un hombre. De cuando en cuando surgían extrañas aves, grandes y pequeñas, de color gris azulado que recordaban un poco a la garza, aunque con les patas más cortas, la cola larga y un breve pico donde se podían ver dientes menudos.
Lograron matar a una conforme iba volando, y Kashtánov explicó a sus compañeros la estructura de aquel extraño pájaro, forma transitoria entre el reptil y el ave. Su cuerpo, del tamaño del de una cigüeña, estaba cubierto de plumas de color gris azulado; su larga cola no se componía sólo, de plumas como ocurre en los pájaros, sino también de numerosas vértebras, o sea, tenía la estructura del rabo de los reptiles, con plumas a ambos lados. Las alas, provistas de tres largos dedos terminados por uñas iguales a las de las patas, le permitían trepar a los árboles y a las rocas agarrándose también con las extremidades anteriores. El examen del animal llevó a Kashtánov a la conclusión de que pertenecía al arden de los arqueopterix, pero se distinguía por su gran tamaño de los ejemplares descubiertos en Europa en los sedimentos del jurásico superior.
Hacia el final de la jornada, las orillas, ya completamente lisas, constituían vastas extensiones pantanosas cubiertas de colas de caballo y de helechos sobre los cuales descollaban aquí y allá grupos de extraños árboles adaptados a una existencia acuática. La maleza daba albergue a diferentes insectos que atacaban furiosamente a los viajeros siempre que intentaban atacar cerca del muro de vegetación para enriquecer sus colecciones y luego les perseguían, algún tiempo sobre el agua. Mosquitos de veinticinco milímetros, moscas del tamaño dé abejorros, tábanos y moscardones de más de cuatro centímetros competían en estos ataques alados contra los hombres, que se veían obligados a huir vergonzosamente y empezaban a sentirse inquietos ante la idea de tener que pasar la noche entre aquellas nubes de verdugos.
Aun bogaron unas cuantas horas por los pantanos, remando con energía para alejarse de ellos lo antes posible. La fauna parecía limitarse allí a los insectos y los pájaros primitivos que surcaban el aire y a los peces y los reptiles disimulados en el fondo del agua oscura y que sólo traicionaban su presencia por el chapoteo y los remolinos. La existencia de cuadrúpedos terrestres debía ser impasible en aquella espesura pantanosa.
- ¡Además, no hay animal terrestre capaz de soportar las picaduras de estos horribles bichos! -afirmó Gromeko.
Por fin sopló del Sur una brisa fresca, que a veces traía un rumor lejano y monótono.
Makshéiev fue quien primera percibió el ruido y anunció:
- Delante de nosotros ,debe haber un gran lago descubierto de orillas desnudas o quizá un mar.
- ¿Un mar? -sorprendióse Pápochkin-. ¿Será posible que también haya un mar en Plutonia?
- Habiendo ríos, cosa de la que no podemos dudar, alguna vez tienen que desembocar en una cuenca de agua quieta, porque no van a estar corriendo hasta lo infinito.
- ¿Y no pueden perderse en lagos pantanosos como el que atravesamos o consumirse en los arenales?
- Desde luego. Pero, dada la abundancia de agua, es más probable que exista un depósito descubierto del que sólo sería la antesala el lago medio cubierta de vegetación que estamos atravesando.
Capítulo XXVI
EL MAR DE LOS REPTILES
Al cabo de una hora se divisó delante una franja azul al extremo del ancho río-lago de corriente imperceptible. La desembocadura estaba cerca. remando con redoblada energía, los navegantes llegaron media hora más tarde al nacimiento del lago o del mar.
La vegetación de las orillas del río no llegaba hasta el borde del mar, enmarcado por una ancha franja de arena desnuda. La resaca impedía probablemente que las plantas arraigasen al lado del agua.
Los viajeros acamparan para dormir en aquella playa de arena refrescada por la brisa marina y libre de agobiadores insectos.
Después de descargar la impedimenta en la orilla y de encender una hoguera todos corrieron hacia el mar para comprobar si se encontraban frente a un depósito cerrado de agua salada o frente a un gran lago de agua corriente. Además tenían muchos deseos de bañarse porque en los últimos días habían tenido que renunciar a hacerlo en el río al ver que en sus aguas habitaban grandes reptiles.
Se desnudaron rápidamente en la fina arena de la playa y metiéronse en el agua cuya profundidad iba aumentando de manera casi imperceptible: sólo a unos cincuenta pasos de la orilla les llegó el agua a la cintura: estaba salada, aunque no tanto corno en los océanos de la superficie terrestre; se la hubiera podido comparar al agua del mar Báltico.
Refrescados por el baño, los viajeros debatieron el itinerario ulterior. El mar no era ilimitado: en la parte meridional del horizonte se podía distinguir la orilla opuesta incluso a simple vista y con unas buenos prismáticos se divisaba netamente una vegetación tupida, grupos de árboles más altos y, en algunos lugares, unos macizos oscuros, violáceos, que debían ser rocas o acantiladas. Más allá del muro de vegetación, y gracias a la superficie cóncava del suelo, se discernía también, aunque menos distintamente, un terreno unido del misma matiz violeta y, en algunos sitios, grupos: de montañas más altas. Aquel relieve excitó en todos los exploradores el desea de llegar a la orilla meridional. La empresa no parecía imposible: la distancia sería de cuarenta a cincuenta kilómetros y, en un día de calma, con una ligera brisa propicia que permitiese el empleo de la vela, no era muy azaroso ponerse en camino.
Como la caza había sido últimamente mala en la zona de las pantanos y las lagos y la reserva de carne estaba agotada, sólo tenían pastas alimenticias para cenar. Pero Makshéiev y Pápochkin recurrieron a la pesca. Mientras se bañaban habían visto grandes peces, de manera que, provistos de cañas, remontaron la orilla hasta el sitio donde el río salía de las malezas y el agua era más profunda. Los flotadores permanecieron bastante tiempo quietos y los pescadores se disponían ya a cambiar de sitio cuando los peces empezaron a picar con fuerza en ambos anzuelos.
Makshéiev atrajo y sacó a la orilla un pez grande, pero el de Pápochkin era tan pesado que podía romper el bramante. Por eso fué tirando de él hacia la orilla para sacarlo allí con la red. Súbitamente, el agua se cubrió de burbujas, la caña sufrió una sacudida y una masa negra se llevó el pez y el anzuelo. El pescador sólo tuvo tiempo de ver un lomo cubierto de grandes escamas y una cola carta.
Makshéiev, ocupado en desenganchar su pez del anzuelo, oyó un fuerte chapoteo y exclamó:
- ¡Ha debido usted agarrar un pez de lo menos ocho kilos!
- A mí me parece que de ochocientos -contestó el zoólogo sobrecogido de espanto-. Ha roto la caña y se ha escapado.
Makshéiev se acercó corriendo para enseñarle su presa. Era un animal muy extraño, ancho y aplastada como una barbada, cubierta de ásperas escamas de un centímetro cuadrada, con la cola de una sola hoja, los das ojos en el mismo lado del cuerpo y largas espinas erizándole la espalda.
- ¿Será comestible este monstruo? -preguntó dudoso.
- Cloro, que sí. Se parece a una barbada, aunque en algo se diferencia de ella. Debe ser una raya. Además, todo pescado fresco es comestible, porque únicamente las huevas, la lecha y la película negra de la cavidad abdominal son venenosas en algunas especies. Una vez destripados, se puede comer los peces incluso de clases desconacidas, siempre que no tengan la carne maloliente o demasiado espinosa.
- Entonces, vamos a probarlo y trataremos de pescar otros. ¿Y qué aspecto tenía el que se le ha escapado a usted?
- Me parece que ha sido algún reptil grande que se ha llevado, el pez con el anzuelo y un troza de bramante.
- ¡Hombre, se conoce que también hay aquí carniceros de ésos! ¡Y nosotros bañándonos tan tranquilos en el mar!...
- Sí, habrá que tener más cuidado parque las mares del jurásico, y éste debe ser uno de ellos, estaban habitados por enormes ictiosauros, plesiosaurios y otros reptiles carniceros a los que no le hubiera costado ningún trabajo partir a un hombre por la mitad.
- ¿Y las tiburones? ¿No existían en esa época aún?
- También existían. Remontan casi al período devoniano y eran de dimensiones enormes. Se han encontrado dientes suyos de setenta centímetros. ¡Puede usted. figurarse lo que sería una boca correspondiente a esa dentadura!
Mientras sus compañeros estaban pesando había recogido toda una colección y determinado que eran amonitas*
Gromeko interrumpió la conversación exclamando:
- ¡Miren ustedes qué serpientes de mar tan enormes!
A unos cien metros de la orilla emergieron sobre el mar, primero una y luego otra, dos cabezas aplastadas como las de las serpientes rematando unos cuellos que ondulaban graciosamente. Hubiérase dicho dos enormes cisnes negros cuyas cuerpos :apenas sobresalían del agua.
- No son serpientes -declaró Kashtánov después de haberlas examinado con las prismáticos-. Estoy seguro de que se trata de plesiosaurios, cuya presencia es muy posible en un mar del jurásico superior.
- ¡Qué monstruos! -observó Pápochkin, que también seguía con unos prismáticos las evoluciones de los animales-, Me parece que el cuello tiene lo menos dos metros de largo.
- ¿No se les ocurrirá venir a hacernos una visita? -preguntó Gromeko, que no había olvidado todavía la aventura de la barca y el reptil.
- ¡Cualquiera sabe! Pienso que en tierra firme han de ser muy torpotes y podremos escaparles fácilmente. De todas formas, vamos a cargar las escopetas con balas explosivas.
Pero los monstruos marinos no parecían tener el propósito de salir a tierra. Se zambullían en busca de peces. Nadaban lentamente a lo largo de la orilla para espiar a sus víctimas y luego las agarraban doblando el cuello con movimiento rápido y las arrojaban al aire a fin de engullirlas de cabeza.cuando caían, en la dirección de las escamas y las aletas. Pero a veces se les escapaba la presa y entonces los monstruos las perseguían saliendo casi del agua que cortaban ruidosamente y adelantando el cuello.
La pesca de los plesiosaurios, que los exploradores observaban con gran interés, terminó.en una pelea: los dos animales se habían apoderado del mismo pez, sin duda bastante voluminoso, y procuraban arrancárselo el uno tal otro.
Uno de ellos lo logró al fin y se escapó. El otro salió tras él, le dió alcance y enrolló su cuello al cuello de su adversario para hacerle soltar el pez. Los cuellos enlazados ondulaban de un lado a otro, los cuerpos oscuros se empujaban, los rabos cortos y las paletas natatorias golpeaban frenéticamente el agua levantando verdaderos surtidores. Por fin, uno de los plesiosauros, enfurecido, soltó el pez y hundió los dientes en el cuello de su adversario, arrastrándole al fondo. El agua continuó mucho tiempo agitada en el sitio donde se habían sumergido los monstruos.
Una hora más tarde Gromeko y Kashtánov, que recogían en la orilla restos de árboles :traídos por las olas para alimentar la hoguera del campamento, vieron una masa oscura mecida por las olas. Flotaba a lo largo de la orilla, aproximándose gradualmente, hasta que se inmovilizó, varada sin duda en un banco de avena.
Cuando volvieron a la tienda con la leña, sus compañeros dormían ya. Entonces los dos hombres desengancharon una lancha y remaron en dirección a la masa oscura. Era uno de los plesiosaurios, cuyo cadáver estaban despedazando unas aves grandes, montadas en él. Otras más pequeñas giraban en el aire, aguardando probablemente su turno de regalarse, con unos gritos semejantes al croar de ranas enormes. En su vuelo se asemejaban a los murciélagos.
Hubo que dispersar con algunos disparos a aquella bandada para acercarse al cadáver, que tenía la cabeza y la parte superior del cuello colgando de unos jirones de piel desgarrada por los dientes de su adversario. El animal muerto flotaba con el vientre al aire; sus enormes paletas natatorias emergían fuera del agua. La piel del vientre era lisa, de un color pardo verdoso.
Era imposible sacar al plesiosaurio a la orilla: el cuerpo medía dos metros largos, la cola un poco menos y el cuello más. Las paletas posteriores alcanzaban casi metro y medio.
Las aves matadas por los cazadores eran reptiles voladores de dos especies: los mayores (pterodáctilos) eran de tamaño superior al de un águila y los otros alcanzaban las dimensiones de un pato grande.
Unos y otros tenían cabeza voluminosa, que remataba un pico dentado, el cuerpo desnudo y alas membranosas uniendo las patas anteriores y las posteriores como ocurre a los murciélagos. La especie más pequeña tenía una larga cola.
* Género de moluscos cefalópodos fósiles cuya concha, enrollada en espiral, está dividida por tabiques. Sus especies fueron particularmente numerosas en los períodos triásico, jurásico y cretáceo.
Capítulo XXVII
LA TRAVESIA DEL MAR
Terminados estos trabajos, los exploradores subieron a las barcas y se pusieron en camino rumbo al Sur, hacia la orilla opuesta, que se vislumbraba apenas a lo tejos. Cavando la embarcación se apartó un poco de la playa, el viento hinchó la vela y se avanzó con mayor rapidez.
Desde lejos, los viajeros podían juzgar mejor del carácter general de la orilla septentrional del mar: a Este y Oeste de la desembocadura del río Makshéiev estaba bordeada de la misma alta muralla verde que desgarraban en algunos otros sitios estuarios semejantes. La pirámide y la bandera se dibujaban netamente sobre el fondo verde. Detrás.de la franja de vegetación no se veían montes ni colinas. Era, pues, probable que el terreno próximo a aquella parte del litoral fuera una vasta llanura pantanosa y boscosa.
Después de dos horas de navegación, los viajeros dejaron que la barca fuera empujada sólo por la vela para descansar ellos un poco.
El mar estaba casi quieto. Una brisca ligera ondulaba apenas la superficie, absolutamente desierta lejos de las orillas. La profundidad debía ser muy grande porque un cordel de cien metros, con un peso en el extremo, no llegaba al fondo. Los exploradores no tenían otra sonda. Después de descansar remaron una hora más.
Ahora debían encontrarse aproximadamente en el centro del mar porque ambas orillas parecían igual de lejanas. Pronto refrescó el viento. Se aceleró la marcha de la embarcación. Distinguíanse ya perfectamente alto acantilados negros, violáceos y rojizos que se adentraban en terrazas hacia el interior del país. Bordeaban la costa y, a la derecha, cedían el sitio a los macizos verdes del bosque, sustituido luego por unas altas colinas rojizas que unas veces llegaban hasta el aborde del agua y otras se replegaban detrás de una estrecha franja de vegetación.
El mar se animaba a medida que se acercaba la costa: aparecieron enormes medusas de un metro de diámetro, balanceando su cuerpo gelatinoso y translúcido al capricho de las olas. Cuando dejaban de remar, los viajeros veían en el agua bancos de peces grandes y pequeños. A veces asomaban argonautas con las velas y los tentáculos rojos desplegados sobre la concha nívea.
A dos kilómetros de la costa aumentó el número de habitantes del mar. En algunos sitios, las algas formaban islas flotantes y los remos se hundían difícilmente en su blanda masa verde. Al mismo tiempo que las algas se podía sacar del agua pequeños moluscos, pececillos e insectos.
Los viajeros lanzaron su sonda improvisada: marcó veinticinco metros de profundidad. Desde aquel sitio se distinguía la orla blanca de la resaca al pie de las ropas.
El viaje había transcurrido hasta entonces sin incidentes y se asemejaba a una travesía de recreo. Pero los exploradores estaban condenados a pasar también momentos de apuro. Se encontrarían a un kilómetro de la orilla cuando un plesiosaurio asomó de pronto la cabeza a unos treinta metros de la embarcación y avanzó a su encuentro ondulando graciosamente el largo cuello. El reptil nadaba sin prisa, examinando a los hombres y la embarcación que debían parecerle un gran animal desconocido. Las escopetas estaban cargadas con balas explosivas y cuando el plesiosaurio se acercó restallaron dos disparos. Ambas balas dieron en el blanco. El cuello esbelto se estremeció, de la boca entreabierta salió un chorro de sangre y la cabeza pendió, desmayada, sobre el cuello herido. El animal se retorció convulsivamente en el agua, levantando tal oleaje que los viajeros, por miedo a que les hundiera la embarcación, se alejaron lo antes posible manejando los remos con energía.
Se dirigían afanosamente hacia la costa cuando una masa oscura pasó junto a ellos como un submarino, dejando una doble estela en el agua, de la que sobresalía un lomo de color verde pardusco y una cabeza enorme y alargada semejante a la de un cocodrilo. Entreabriendo la boca plantada de dientes agudos, el monstruo iba lanzado hacia el plesiosaurio agonizante que le ofrecía una presa fácil.
- ¡Debe ser un ictiosaurio! -exclamó Kashtánov, que seguía con la mirada al temible animal.
- Pues este bicho es todavía peor que el otro -observó Makshéiev-. Puede agarrar a una persona y cortarla en dos sin ningún esfuerzo.
- Además, es difícil descubrirlo y matarlo en el agua -dijo Gromeko.
La costa estaba ya próxima. Antes de llegar a ella los exploradores tuvieron ocasión de ver a un joven ictiosaurio persiguiendo peces que, para esquivarle, saltaban fuera del agua lo mismo que saltan los gobios cuando les da caza un lucio voraz. La boca del ictiosaurio, por otra parte, tenía mucho parecido con la de un lucio.
Evitando la marejada al pie de las rocas desnudas, los viajeros remaron hacia la orilla baja, bordeada de vegetación, donde se veía una pequeña playa de arena lisa, muy apropiada para acampar. Junto a la orilla el mar tenía tan poca profundidad que fué necesario saltar al agua y empujar las barcas y la balsa. La travesía había durado seis horas; no era más que mediodía y, después del almuerzo y de descansar un rato, aun les quedaría tiempo para visitar los contornos. Las barcas y la balsa fueron sacadas a la orilla, y luego se montó la tienda. Al ir a preparar el almuerzo se vió que tocaba a su fin la reserva de agua dulce.
- ¡Qué falta de precaución la nuestra! -dijo Pápochkin-. ¿Quién sabe si habrá agua dulce en esta orilla? Debíamos habernos traído una provisión para varios días.
- Si no encontramos agua, tendremos que volvernos sin haber visto casi nada en esta orilla -observó Gromeko.
- Sus aprensiones me parecen vanas les tranquilizó Kashtánov-. Si esta orilla estuviera completamente privada de vegetación, sería otra cosa. Entonces habríamos traído, naturalmente, agua dulce porque nos hubiera sugerido esa idea su aspecto desértico.
- Estoy convencido de que aquí cerca encontraremos algún arroyo o alguna fuente -dijo Makshéiev-, porque esta vegetación exuberante no podría alimentarse de agua salada.
Después de haber almorzado y descansado un poco, el zoólogo y el botánico se dirigieron al bosque a buscar agua mientras Kashtánov y Makshéiev exploraban tos acantilados de la orilla al Este del campamento.
Todos se llevaron las escopetas cargadas con balas explosivas por si encontraban reptiles terrestres o fieras. Ataron a General cerca de la tienda y encendieron a un lado una gran hoguera que debía alejar a los visitantes indeseables.
Capítulo XXVIII
LOS MILLONES DE MAKSHEIEV
- ¡Cuántas riquezas perdidas aquí inútilmente! -exclamó Makshéiev después que hubieron examinado una hilera del acantilado, encontrando en. todas partes mineral únicamente con la superficie un poco horadada y oxidada.
- En efecto, se podría construir aquí una explotación que proporcionara mineral a todos los habitantes de la superficie terrestre -observó Kashtánov-. Naturalmente, habría que empezar por tender un ferrocarril a través de Plutonia y de la Tierra de Nansen y emplear rompehielos gigantescos en el mar de Beaufort.
- Esa es cuestión de un porvenir no muy lejano. Cuando arriba se reduzcan las reservas de mineral de hierro, las empresas de este género serán útiles e incluso necesarias para la humanidad.
A un kilómetro sobre poco más o menos del sitio donde comenzaban los acantilados, la exploración de la orilla fué cortada por el mar, cuyas olas se rompían al pie mismo de las rocas abruptas sin dejar el menor sendero para el paso.
- Tendremos que continuar nuestras investigaciones
en abarca cuando el mar esté en calma -dijo Makshéiev. - ¿Y si probásemos, de momento, a subir por una de las gargantas que acabamos de dejar atrás? -preguntó Kashtánov.
Después de volver un poco sobre sus pasos, los dos investigadores se adentraron en la primera garganta que cortaba las rocas siderolíticas. La entrada estaba cegada por enormes bloques de mineral que tuvieron que escalar con gran esfuerzo.
Durante este ejercicio gimnástico, Makshéiev se detuvo de pronto sorprendido.
- ¡Fíjese usted en esto! -exclarnó, señalando una veta intensamente amarilla de cinco a diez centímetros de espesor que cortaba un enorme bloque de imán natural-. ¡Apuesto la cabeza a que es ora nativo!
- Tiene usted razón -contestó Kashtánov-. Es oro nativo y de bastantes quilates.
- ¡Qué cantidad de riquezas perdidas! -exclamó el antiguo buscador de oro-. He visto muchos yacimientos auríferos en California y en Alaska, pero nunca había encontrado una veta compacta de oro ni oído hablar de nada semejante.
- Tampoco había tenido yo ocasión de leer nunca descripciones de vetas parecidas -confirmó Kashtánov-. Pero, al fin y al cabo, la veta atraviesa únicamente este bloque y no la roca, de manera que su riqueza se reduce a unas cuantas decenas de kilos.
- Si hay una veta en el bloque, ¿.por qué no puede continuar en la roca de la cual se ha desprendido?
- Efectivamente. Desde luego, vamos a hacer búsquedas; pero es posible que atraviese un pico inaccesible y entonces tendremos que contemplarla como contemplaba las uvas la zorra del cuento.
- No hay picos inaccesibles a la dinamita y a las obras de minería -exclamó arrebatado Makshéiev-. Lo que hace falta es encontrar la veta.
- Mi impresión es que el interés de este descubrimiento será para nosotros puramente teórico; ya que no podremos llevarnos en nuestras lanchas, no ya una tonelada, sino ni siquiera un centenar de kilos de oro.
- ¡Qué se le va a hacer! Nos llevaremos todo lo que podamos y luego enviaremos al centro de la tierra una expedición especial en busca de oro.
Después de examinar los acantilados que se alzaban a la entrada de la garganta sobre los montones de bloques y de convencerse de que no se veía en ellos oro, los geólogos remontaron la garganta que, más adelante, se ensanchaba un paco. Las paredes se alzaban perpendicularmente y el suelo estaba cubierto de pedriza y escombros menudos. Las rocas laterales contenían sólo imán natural, pero Kashtánov descubrió otros minerales entre la pedriza.
- Mire usted: más oro -anunció Makshéiev después de haber recorrido unos cincuenta pasos por la garganta. Levantó del suelo un trozo de roca donde el oro brillaba en pequeños puntos.
El fondo de la garganta empezaba a ascender a doscientos pasos de la entrada, para convertirse luego en una serie de salientes. Los geólogos treparon a los primeros hasta detenerse delante de una roca absolutamente perpendicular, de unos cuatro metros de altura, que les cerraba el camino ya que no había posibilidad de trepar por el muro liso.
Descorazonado, Makshéiev golpeó con el martillo contra el muro escarpado y exclamó:
- No se puede seguir adelante, conque ¡ adiós nuestras esperanzas de dar con la veta de oro !
- Sí, habrá que buscar otra garganta.
- Pero, ¿qué es esto? -lanzó Makshéiev furioso-. En lugar de darnos oro esta roca se quiere quedar con mi único martillo.
En efecto, el martillo aparecía pegado a la pared de donde el buscador de oro trataba en vano de arrancarlo.
En ese momento, Kashtánov, que estaba examinando un saliente de la roca, volvió la espalda a la pared, presentándole la escopeta que llevaba colgado al hombro; y notó que una fuerza poderosa le atraía. La escopeta golpeó contra la roca y el geólogo se vió imposibilitado para apartarse de ella.
- ¡Qué poder magnético tiene esta roca! -exclamó al comprender lo que sucedía-. Ha sido el imán natural el que ha atraído su martillo y mi escopeta.
- ¿Y cómo vamos a recuperarlos? Porque no es cosa de dejar aquí estos objetos necesarios como recuerdo perpetuo de nuestra excursión fallida.
Kashtánov deslizó el hombro fuera de la correa y la escopeta quedó pegada a la pared. Al mismo tiempo Makshéiev logró arrancar el martillo tirando de él con todas sus fuerzas. Luego empuñaron juntos la escopeta y entre los dos lograron apartarla de la roca.
- No tenemos más remedio que volvernos -constató Kashtánov-. Llevando objetos metálicos en la mano iba a ser un martirio andar por aquí.
- Espere usted, que se me ha ocurrido una manera de trepar a la roca. Dejaremos aquí las escopetas porque en esta garganta árida no puede haber un animal.
- ¿Y después?
- Ahora verá usted.
Makshéiev eligió entre la pedriza que andaba tirada por la garganta unos trozos angulosos de mineral bastante grandes y los aplicó uno tras otro por una de sus facetas a la pared abrupta del saliente: los trozos adherían al instante y quedaban bien agarrados, formando una escalera que permitía ascender, cierto que con algún riesgo, a la cumbre.
- Estoy pasmado de su ingenio -dijo Kashtánov-. Es usted un verdadero buscador de oro, que siempre encuentra !la manera de salir airoso de toda situación difícil.
- Muchas gracias por el elogio. Ha sido el martillo el que me ha sugerido la idea. Cuando estaba adherido a la pared con el mango hacia mí y no podía apartarlo presionando con la mano, se me ocurrió pensar que era como un peldaño. Y lo demás ya lo comprenderá usted.
Los geólogos dejaron las escopetas, las cartucheras y la mochila donde iban las muestras del mineral que habían recogido, y luego treparon por los peldaños improvisados. Makshéiev subía delante prolongando la escalera con los trozos de mineral que su compañero iba dándole desde abajo. A los cinco minutos ambos estaban arriba.
La garganta conservaba el mismo carácter: paredes abruptas a derecha e izquierda, una serie de salientes en el fondo y, por todas partes, imán natural más o menos fuerte. Después de trepar unos doscientos pasos más, los geólogos vieron en el fondo de la garganta un bloque de color amarillo brillante y del tamaño de la cabeza de un buey. Era un trozo de oro nativo.
- ¡A ver, buscador de oro! Llévese este trocito hasta nuestro campamento -dijo Kashtánov riendo.
- Efectivamente, es un pedrusco imponente -contestó Makshéiev, empujando con el pie el trozo de mineral, que ni siquiera se movió-. Debe pesar sus ochenta Kilos y valer alrededor de cien mil rublos. La veta de oro tiene que estar cerca.
Con la cabeza levantada, los dos hambres se pusieron a examinar atentamente las paredes escarpadas de la garganta y pronto descubrieron a la derecha, a unos cuatro metros, una veta de oro que atravesaba en línea oblicua la masa oscura del imán natural. En algunos sitios llegaba a medir medio metro de anchura y en otros se estrechaba ramificándose hacia arriba y abajo.
- ¡Esto que estamos viendo son millones y millones! -suspiró Makshéiev, calculando con la mirada la longitud de la veta-. Aquí están a la vista decenas de toneladas de oro.
- Usted se apasiona demasiado por el oro -observó Kashtánov-. Aunque este filón valga decenas de millones, no es, al fin y al cabo, nada más que un filón. En cambio, le rodea una montaña de miles de millones de toneladas de precioso mineral que tiene un valor también de miles de millones.
- Pero es muy probable que la veta no sea la única. Posiblemente haya partes enteras de la montaña compuestas de oro y, en ese caso, sus reservas valdrían también miles de millones de rublos.
- Si se lograse extraer semejantes cantidades de oro pronto decaería su precio en el mercado. El valor del oro se debe a que no abunda en la naturaleza. Pero en la historia de la humanidad el oro desempeña un papel mucho más pequeño que el hierro, sin el cual no podría vivir la técnica moderna. Anule usted la moneda oro y las alhajas, absolutamente inútiles, y la demanda de oro resultará bien pequeña.
- Exagera usted el papel del hierro -objetó Makshéiev-. Si existiera grandes cantidades de oro, sustituiría muchos metales, sobre todo en las aleaciones de cobre, de cinc y de estaño. La industria tiene gran necesidad de metales y aleaciones sólidas inoxidables. Con el oro barato se fabricaría bronce, cables y otras muchas cosas para las cuales se ha de emplear a la fuerza el cobre y sus aleaciones.
- De todas formas, es indudable que las reservas de hierro son aquí enormes y en cambio son problemáticas y relativamente pequeñas las reservas de oro.
- Bueno, pues usted quédese con las reservas de hierro y déjeme a mí el oro cuando volvamos aquí para explotar estos yacimientos -concluyó Makshéiev riendo.
- Puedo cederle también el mineral de hierro y sean para usted estos millones o estos miles de millones -replicó Kashtánov siguiendo la broma.
Cuando volvieron al borde del mar, los exploradores visitaron otras cuantas gargantas semejantes. Los muros eran en todas partes de mineral de hierro con algunas pequeñas vetas y manchas de oro. Pero no encontraron ya ningún filón del grosor del que habían hallado en la primera garganta. Makshéiev vióse obligado a reconocer que las riquezas representadas por el mineral de hierro eran incomparablemente mayores que las del oro. Abrumados bajo la carga de las muestras de mineral inapreciable, los geólogos volvieron por fin al campamento, donde sorprendieron con su relato a los compañeros que habían regresado poco antes.
Capítulo XXIX
EL BOSQUE DE COLAS DE CABALLO
Pápochkin y Gromeko, que habían salido en busca de un sendero o un paso natural en la espesura, acabaron encontrando una pequeña vaguada que separaba los acantilados y el bosque. No lejos del mar se bifurcaba la vaguada: el brazo izquierdo continuaba entre las rocas y al bosque, mientras el derecho se adentraba en la espesura. La vegetación se había modificado aquí un poco: además de las colas de caballo y de los helechos aparecían a veces palmeras de azúcar que descollaban varios metros por encima de las collas de caballo. El suelo del bosque estaba cubierto de una hierba menuda, áspera como un cepillo. También crecían otras plantas a lo largo de la vaguada bordeando la espesura. Más interesado a cada momento, Gromeko pronunciaba diferentes nombres.
- ¿Sabe usted en qué período geológico nos encontramos ahora? -acabó exclamando.
- ¿No será el carbonífero por casualidad? -rezongó el zoólogo, que hasta entonces no había encontrado ningún
- ¡Pues valiente honor le hicieron al geólogo con eso! Es peor que nuestras ortigas y únicamente podría alimentarse con ella algún reptil de gaznate de hierro.
- Hablando del rey de Roma... -pronunció Gromeko interrumpiendo a su irritado compañero-. Mire usted qué huella tan linda. Me parece que esto es ya de su incumbencia.
Se detuvo en medio de la vaguada señalando con el dedo hacia el suelo. En la arena menuda se veían las hueIlas profundas de unas enormes patas tridáctiles terminadas por uñas romas. Cada una de las huellas media más de treinta centímetros de largo.
- ¡Menudo monstruo ha debido pasar por aquí! -exclamó el zoólogo con un ligero temblor en la voz-. Desde luego, es un reptil. Ahora bien, convendría saber si herbívoro o carnicero. En el segundo caso no resultaría muy agradable encontrarse con él.
Pápochkin observó atentamente las huellas impresas en la arena, que se perdían allí donde empezaba la pedriza.
- Lo extraño es que todas las huellas tengan la misma dimensión -dijo Gromeko-. En lo que yo entiendo, las patas delanteras suelen ser siempre más pequeñas que las traseras. Además, ¿qué surco es ése entre las huellas de las patas traseras derecha e izquierda? Cualquiera diría que el animal ha ido arrastrando un tronco enorme.
Pápochkin se echó a reír.
- Esa es la huella que ha dejado el rabo del reptil. Y, teniendo en cuenta su dimensión y el tamaño idéntico de la huellas de las patas, supongo que el animal marcha solamente sobre las patas traseras, apoyándose en la cola.
- ¿Acaso han existido semejantes reptiles bípedos?
- Pues claro que sí, y precisamente en el período jurásico. Por ejemplo, el iguanodón, que se asemejaba a un gigantesco canguro y tenía las patas traseras enormes y las de delante pequeñas.
- ¿Y de qué se alimentaba?
- De plantas, a juzgar por la forma de sus dientes.
Si estas huellas pertenecen en efecto a un iguanodón, no tenemos nada que temer aunque este monstruo medía, en el jurásico, de cinco a diez metros de longitud.
- ¡Menos mal! -suspiró el botánico más tranquilo-.
No he podido olvidar todavía aquel horrible reptil que se disponía a agarrarnos a Makshéiev o a mí en el río para la cera.
Al llegar a la bifurcación de la vaguada, los viajeros decidieron seguir el brazo derecho, que iba hacia el pie del acantilado, donde era más probable encontrar una fuente de agua, objetivo principal de la excursión. En efecto, subiendo por aquel ramal, la humedad del suelo iba en aumento y la baja vegetación que lo bordeaba se hacía más exuberante y variada.
Pronto se vió brillar el agua en el fondo de la vaguada entre los tallos de las plantas.
- ¡Estamos salvados! -exclamó Pápochkin-. La fuente está cerca de nuestro campamento.
- ¿Y si fuera saluda? -sugirió Gromeko para hacerle rabiar.
- Pruebe usted. Al parecer es dulce.
- ¿Cómo distingue usted el agua dulce del agua salada por el aspecto? Es un arte que yo ignoro.
- Usted, que es botánico, ¿ignora qué clases de :plantas crecen cerca de las aguas saladas?
- Por lo pronto, estamos en el período jurásico y no sabemos las plantas que crecían en torno a las aguas saladas jurásicas. En segundo lugar, usted ha dicho que distingue el agua por su aspecto y no por el aspecto de las plantas que la rodean.
- Me he expresado mal. Debía haber dicho: por el aspecto del cauce. Si el agua de la fuente fuera salada, el lecho estaría lleno de sedimentos de sales diversas.
Hablando de esta suerte, Pápochkin y Gromeko remontaban rápidamente la vaguada que pronto se encajonaba en una estrecha garganta entre altas rocas, canalizando un arroyuelo de agua dulce que poco a poco desaparecía en la arena donde abundaban las huellas grandes y pequeñas de reptiles que venían a abrevarse.
- ¡Pero si aquí viene una infinidad! -exclamó Gromeko-. Todo será que nos demos de manos a boca con uno de esos monstruos bípedos.
Después de saciar la sed, los cazadores remontaron el arroyuelo por la garganta llevando las escopetas preparadas por si acaso. La garganta se ensanchaba rápidamente, convirtiéndose en una depresión enmarcada de rocas casi abruptas cuyo color granate hacía un bello contraste con los arbustos y los árboles que crecían a su base En el fondo de la depresión, en medio de una verde pradera, brillaba un pequeño lago alimentado evidentemente por fuentes subterráneas. Atravesando el prado, conducía al lago un sendero ancho bien desbrozado. A través del agua transparente se divisaba el fondo del lago.
Los cazadores llenaron de agua las vasijas de hojalata que habían traído y se disimularon entre los arbustos, en la esperanza de que viniese a beber algún animal. Pero los minutos se sucedían sin que apareciera ninguno. Sólo algunas libélulas, mayores todavía que las del río Makshéiev, surcaban el aire. Pápochkin, que seguía su vuelo con la mirada, echó de pronto mano a la escopeta.
- ¿Qué le ocurre? ¿Quiere usted disparar con bala explosiva contra las libélulas? -preguntó Gromeko riendo.
- Calle. Mire usted allí, hacia aquella roca -murmuró el zoólogo indicando el acantilado que dominaba la entrada a la depresión.
En un pequeño rellano, de pie sobre las patas traseras y apoyándose en el rabo largo y grueso, había un reptil de tamaño mediano muy semejante a un canguro, aunque de color verde oscuro con manchas parduscas. Su cabeza recordaba la cabeza de un tapir con el labio superior colgante en forma de trompa.
- ¡Debe ser un iguanodón! -murmuró Pápochkin.
- Lástima que no sea un canguro -lamentó el botánico-. Al canguro lo hubiéramos guisado para la cena y en cambio no creo que nos decidamos a probar la carne de reptil.
- Amigo mío, no olvide usted que nos encontramos en el período jurásico y no vamos a tener mamíferos ni aves para alimentarnos. De manera que, si no queremos morirnos de hambre, habremos de pasar a la carne de reptil. Con todo su entusiasmo botánico, por ahora no ha encontrado usted raíces, frutos o hierbas comestibles. Y no querrá usted que comamos colas de caballo o esta hierba de Chekanovski tan odiosa.
- ¿Y el pescado? Porque en los mares hay peces.
- ¿Por qué razón no le importa comer pescado y en cambio tiene miedo a alimentarse con la carne de un reptil herbívoro? Todos ésos son prejuicios que se deben olvidar en este reino subterráneo.
Restalló un disparo. El animal dió un salto y desplomóse pesadamente en el prado. Cuando se inmovilizó, los cazadores abandonaron su refugio y se acercaron a él.
La talla del joven reptil era mayor que la de un hombre. Su cuerpo sin armonía se apoyaba sobre las patas traseras, gruesas y largas, y sobre el rabo abultado que en seguida se afilaba en la punta. Las patas delanteras, cortas y finas, terminaban en cinco dedos de uñas cortas y aceradas, mientras las patas traseras tenían tres dedos con uñas grandes pero romas. Toda la estructura del cuerpo demostraba que el animal prefería la posición vertical a la horizontal, ya que en esta última la grupa se encontraba mucho más alta que la parte delantera. La cabeza era grande, de aspecto bastante repulsivo, con labios abultados y ojillos pequeños. La piel, absolutamente lisa como la de las ranas, tenía el mismo tacto viscoso y frío.
-- ¡No es muy apetitoso, que digamos! -exclamó Gromeko empujando con la punta del pie uno de los gruesos muslos del reptil-. Parece algo así como una rana enorme.
-- Si los franceses comen de buen grado ancas de rana, ¿por qué no han de probar unos viajeros rusos los filetes de íguanodón? Pero vamos a hacer su descripción primero, y luego lo desollaremos.
Una vez medido, descrito y fotografiado el reptil, los cazadores le cortaron las carnosas patas traseras, que pesaban cada una casi dieciséis kilos, y volvieron hacia el campamento, cargados con la carne y el agua.
La carne de iguanodón, frita en lonchas delgadas, resultó tan sabrosa y tierna, que incluso Gromeko, gran enemigo de todos los reptiles y los anfibios, la comió con placer.
Mientras cenaban, los viajeros hablaron de cómo continuar el viaje. La navegación, que hasta entonces había sido tan ventajosa, resultaba ahora imposible si es que no desembocaba en el mar algún río que llegase del Sur y que pudiera ser remontado. Lo que se debía hacer, ante todo, era buscar una desembocadura.
Durante estas búsquedas se podría igualmente explorar aquella costa y, en caso de no dar con ningún río, trazar, según su carácter, el futuro itinerario. Pero entonces habría que proseguir el viaje a pie, cosa que lo limitaría sensiblemente.
Capítulo XXX
REPTILES CARNICEROS Y HERBIVOROS
Como era poco probable que los monstruos marinos atacasen la tienda de campaña vacía, sólo quedó junto a ella General, aunque sin atar para que, en caso de peligro, pudiese refugiarse en la espesura.
Los cazadores tiraron por el brazo izquierdo de la vaguada, que flanqueaba a un lado y otro la misma pared de colas de caballo y helechos. Sólo aquí y allá serpeaban entre la espesura estrechas sendas abiertas por animales pequeños. En el aire, sobre las cumbres de los árboles, volaban enormes libélulas y otros insectos de gran tamaño. A veces pasaban pterodáctilos de talla regular que perseguían a los insectos. Pero la selva parecía muerta, deshabitada: no se escuchaban en ella ni el canto de aves ni los susurros tan frecuentes en los bosques de las orillas del río Makshéiev. Sólo una vez distinguió Gromeko, que abría marcha, un animal oscuro, del tamaño de un perro, atravesando una trocha; pero desapareció a tal velocidad que el cazador no tuvo siquiera tiempo de apuntarle. Hubo que conformarse con cazar insectos. Pápochkin capturó a una mariposa de treinta y cinco centímetros de envergadura, que se había posado sobre una flor de palmera, y unos cuantos escarabajos, gruesos como un puño grande, que mordían y arañaban muy dolorosamente.
Al fin terminó el bosque, y los cazadores salieron a un espacioso calvero tapizado de la misma hierba áspera y, en algunos sitios, donde el suelo era húmedo, de licopodios, musgos y pequeñas matas de helechos rastreros. Al Sur terminaba el calvero en el muro desnudo y abrupto de una cadena de montañas de color granate que tendría unos doscientos metros de altura y estaba partida por una garganta bastante profunda. De ella fluía, probablemente, el agua que empantanaba el calvero y, durante las lluvias, desembocaba en el mar siguiendo la vaguada. El calvero medía más de un kilómetro de largo por unos cien o doscientos de ancho.
Los exploradores se sentían atraídos por la garganta que penetraba en las montañas. Pero, al apartarse un poco, vieron que en el extremo septentrional del calvero, detrás de unos salientes del bosque, pacía un pequeño grupo de reptiles.
Unos, erguidos sobre las patas traseras, arrancaban con sus gruesos labios las hojas de palmera, y otros, más jóvenes, los brotes tiernos de las colas de caballo y los helechos. Y, en fin, los menores se alimentaban de hierba, con la abultada grupa risiblemente levantada más alta que la cabeza y agitando el rabo. A veces se ponían a juguetear y a perseguirse tan pronto sobre las cuatro patas como sobre dos, dando unos pesados brincos.
¡Quién dejaba escapar aquella ocasión tan interesante de fotografiar a unos iguanodones paciendo y jugando! Los viajeros regresaron precipitadamente al lindero del bosque y luego lo siguieron con mucha precaución para acercarse a los animales. Lo consiguieron, y habían hecho ya una primera fotografía, cuando los iguanodones manifestaron de pronto inquietud. Los mayores, alerta, dejaron de comer y lanzaron un silbido estridente. Al oírlo, los pequeños se irguieron sobre las patas de atrás y, torpotes, balanceándose, corrieron hacia sus padres, que formaron un círculo alrededor de ellos con las grupas para afuera.
Las dos fotos siguientes perpetuaron esta alarma de los iguanodones, que no ,era vana como pronto pudo verse. Del extremo opuesto del calvero llegaba a grandes saltos de varios metros de largo, bordeando el lindero del bosque, un monstruo que al principio les pareció a los cazadores un iguanodón.
Era tan grande como los reptiles herbívoros y utilizaba también únicamente las patas de atrás para moverse; sin embargo, cuando estuvo cerca pudo verse que se distinguía de los otros animales por tener el cuerpo más esbelto y los movimientos incomparablemente más rápidos. Una vez al lado del círculo de los iguanodones, el monstruo lanzó un resoplido amenazador al que sus adversarios respondieron con un largo silbido quejumbroso. Luego empezó a saltar en torno a los iguanodones, pero no encontró por todas partes más que grupas levantadas y pesadas colas batiendo el aire. Y los coletazos o las coces con las macizas patas de atrás debían ser terribles.
Las patas delanteras, muy cortas, terminaban en cuatro dedos de uñas aceradas. El cuello, breve, sostenía una cabeza pequeña de enormes fauces provistas de dientes agudos. Un cuerno corta y aplastado se alzaba en el nacimiento de la nariz y más servía de adorno que de arma ofensiva.
Dos cuernos menores asomaban detrás de los ojos y, desde la nuca, la espina y la cola estaban erizadas de una hilera de púas cortas pero agudas. La piel, desnuda y arrugada, tenía un calor gris verdoso. El animal, que alcanzaba cinco metros de largo, debía poseer una fuerza enorme, y fácil era juzgar de su agilidad y su audacia por el ataque a los iguanodones.
Después de haber examinado el cadáver, Kashtánov dijo que debía tratarse de un ceratosaurio, del mismo orden de los dinosaurios al que pertenecían también los iguanodones y otros reptiles terrestres del período mesozoico.
- ¡Supongo que no vamos a probar la carne de esta horrible fiera! -dijo Gromeko cuando terminaron de medir y describir el monstruo.
- Por qué no? Si no tuviéramos otra cosa, habríamos de conformamos con ella -contestó Makshéiev-. Pero podemos aprovecharnos del iguanodón, al que el carnicero sólo ha tenido tiempo de matar.
- Habrá que esconderlo bien. De lo contrario, los pterodáctilos no van a dejarnos ni pizca. Fíjense: ya lo han olfateado.
En efecto, sobre el calvero giraban ya reptiles voladores con un ronco croar. Por eso, los cazadores cortaron las patas traseras del joven iguanodón y las disimularon en la espesura, suspendiéndolas de las ramas, y entonces se dirigieron hacia la garganta, atravesando el calvero, que había quedado desierto después de la lucha y los disparos.
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(Nota del bloguero: la publicación de los siguientes capítulos continuará en los próximos días).